Una alternativa a los antibióticos

El retorno de los fagos

Olvidados en Occidente durante décadas, estos virus que atacan bacterias acaparan de nuevo la atención de los científicos, como ocurrió hace un siglo cuando fueron descriptos por primera vez.

19 Oct 2015 POR
Recreación artística de un fago T4.  Thomas Bruvold.

Recreación artística de un fago T4. Thomas Bruvold.

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Alan jamás había escuchado la palabra Tiflis. Su médico se la mencionó. No era el nombre de un remedio, sino que así se llama la ciudad capital de Georgia. Allí, ahora residía su esperanza para combatir una infección que estaba minando su organismo y ningún antibiótico conocido podía detenerla. Él no es el único en buscar ayuda en tierras que durante décadas pertenecieron a la vieja Unión Soviética (URSS). Cada vez más pacientes europeos viajan a Georgia para hacerse tratamientos en base a fagos, según indicó a la revista Nature Mzia Kutateladze, directora del comité científico del Instituto Eliava, donde desde 1923 estudian los fagos y son referentes mundiales en la materia.

Los fagos son virus que atacan bacterias. Son hasta cien veces más chicos que ellas y, por supuesto, microscópicos. Miden de la cola a la cabeza unos 200 nanómetros. “Se trata de las entidades biológicas más abundantes en el planeta. El científico Roger Hendrix planteó que, si se los pusiera en fila uno tras otro, se podría llegar de la Tierra a la Luna”, indica la doctora Mariana Piuri, desde el Departamento de Química Biológica de Exactas-UBA. Son muchos y se los ubica por todos lados: en el suelo, en el agua, en el intestino de nuestro cuerpo. De cualquier lugar se los puede aislar. Afortunadamente, están. “Si no existieran, a nosotros ya nos habrían consumido las bacterias. Son los encargados de regular las poblaciones bacterianas en el mundo y configuran una parte esencial en la evolución del planeta”, dice la doctora Andrea Quiberoni, de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) en Santa Fe.

Pueden observarse la cápside (o cabeza) que contiene el ADN y la larga cola no contráctil donde se encuentran las proteínas que permiten el reconocimiento específico de la bacteria. Basado en gráfico de Christian G. Schüttler, 2006.

Pueden observarse la cápside (o cabeza) que contiene el ADN y la larga cola no contráctil donde se encuentran las proteínas que permiten el reconocimiento específico de la bacteria.
Basado en gráfico de Christian G. Schüttler, 2006.

Aunque es casi imposible dar con un sitio libre de fagos, recién en 1915 Frederick Twort los detectó; y, un par de años más tarde, Felix d’Herelle –quien trabajó en el Instituto Pasteur– los describió como comedores de bacterias o bacteriófagos. Él, en ese entonces, no sabía que se trataba de un virus, pero observó que acababan con las bacterias de sus cultivos. “Durante mucho tiempo se discutió su naturaleza química. Muchos decían que eran enzimas, proteínas, y fue recién con la microscopía electrónica cuando se pudo ver que eran virus”, precisa Piuri.

Si bien, a principios del siglo XX, los científicos estaban a ciegas acerca de qué eran los fagos, ya habían vislumbrado para qué resultaban efectivos: matar bacterias. “Obviamente, lo primero que surge es emplearlos para eliminar agentes patógenos. Estamos hablando de 1915 y 1917, es decir que, si lo ponemos en contexto histórico, los antibióticos aún no se habían descubierto. Así que el hecho de tener esta posibilidad era un concepto maravilloso y muy promisorio”, relata Piuri.

En ese momento, las epidemias por causa de bacterias azotaban sin piedad al mundo. “Durante la Primera Guerra Mundial, los soldados iban a combatir y muchos morían de disentería; d’Herelle aisla fagos que eran efectivos contra la Shigella, la bacteria que origina esta infección. Y los propone como alternativa terapéutica”, añade Piuri. Tan convencido estaba de su fagoterapia, que “el mismo d’Herelle y algunos de sus familiares y colaboradores ingirieron suspensiones de fagos para demostrar su inocuidad. Hoy en día –remarca Piuri–, eso rompe con todas las reglas de ética y bioseguridad que se deben tener en un laboratorio”.

Cabe aclarar que todos sobrevivieron con éxito. Considerado por algunos un poco excéntrico, nominado varias veces al Premio Nobel sin recibirlo jamás, d’Herelle fue un viajero incansable. La Argentina fue uno de sus muchos destinos. Vino al país contratado para combatir la plaga de langosta. También, visitó Georgia en épocas en que esta dependía de la Unión Soviética, donde trabajó con el profesor George Eliava, fundador del instituto que lleva su nombre en Tiflis.

La fagoterapia avanzaba no sin algunos tropiezos. “Había un efecto benéfico en los fagos, pero los estudios no cumplían con los estándares científicos de la época. Había una falta de credibilidad sobre esto”, remarca Piuri. En medio de este panorama, asomó en escena un protagonista que reunía todos los requisitos. “Con las bondades de la penicilina y sus derivados, los bacteriófagos fueron dejados de lado en Occidente, en relación con los fines terapéuticos; pero continuó siendo usada en países del Este”, señala Piuri.

Regresar la mirada

Por unas décadas, la fagoterapia perdió la partida frente a los antibióticos en el mundo occidental. Sin embargo, en ese mismo período y lugar, los fagos en sí resultaron claves para el desarrollo de la biología molecular, según coinciden ambas científicas argentinas. Condenada por años al ocaso en el lado oeste del Muro de Berlín, ahora la fagoterapia parece iniciar una etapa de renacimiento. “En este siglo, con el advenimiento de cepas bacterianas muy resistentes a los antibióticos, hay científicos que vuelven a mirar a los fagos con otros ojos”, subraya Piuri.

En este sentido, Quiberoni destaca: “En los últimos años empiezan a reaparecer trabajos en los fagos, que son usados de manera muy aplicada y destinados a objetivos similares a los originales, cuando se descubrieron en 1915”. Justamente, este año se celebra a nivel mundial el centenario de este hallazgo.

El mundo académico pone foco de nuevo en estos predadores de bacterias y los gobiernos destinan dinero hacia ellos, como tituló el diario The New York Times: “El estudio del ántrax en un laboratorio de la era soviética con financiación occidental”. El artículo publicado en mayo de 2007 daba cuenta de que el Pentágono norteamericano y la Organización del Atlántico Norte (OTAN), entre otros, otorgaban varios miles de dólares al Instituto Eliava, para que retomaran sus investigaciones sobre el ántrax que habían sido abandonadas tras el colapso de la Unión Soviética y la posterior independencia de Georgia en 1991.

Ya sea por la inquietud de armas biológicas como el ántrax, o por el interés en hallar posibles tratamientos que dobleguen a bacterias invencibles hoy ante los antibióticos, resurgen en Occidente expectativas perdidas. “La terapia de fagos se revitalizó”, remarca Nature a mediados de 2014. Y a las pruebas se remite: el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos la menciona como una de las siete puntas de su plan para combatir la resistencia a los antibióticos. Y en la Sociedad Americana de Microbiología, durante una reunión celebrada el año pasado en Boston, se presentó Phagoburn. Se trata del primer gran ensayo en Europa que busca contrarrestar con fagos infecciones habituales en casos de quemaduras. “La idea es colocar, sobre la herida producida por el fuego, una gasa embebida con una suspensión de fagos”, puntualiza Piuri. Casi cuatro millones de euros destina la Unión Europea a esta investigación, que planea combatir las infecciones ocasionadas por las bacterias Escherichia coli o Pseudomonas aeruginosa en las lesiones de víctimas de incendios.

Usos diversos

“Ya hay productos con fagos, autorizados por la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA) que se agregan a alimentos como la carne en el proceso de empaquetamiento y controla las bacterias para que lleguen en buen estado al consumidor”, puntualiza Quiberoni, investigadora del CONICET, al igual que Piuri, quien añade: “También hoy existen en la Argentina medicaciones con fagos. Son ampollas bebibles que se usan para casos de diarreas. Es una combinación de fagos efectiva contra distintas bacterias”.

Por su parte, Piuri y su equipo en Exactas-UBA están en pleno desarrollo de un test que usa fagos para detectar, a partir de la saliva del paciente, si padece tuberculosis y cuál es la droga más efectiva en su caso. “Nuestro objetivo final es que cuando llegue el enfermo al sistema de salud, al otro día se le pueda dar el resultado y el remedio apropiado. Cuanto antes se tenga el diagnóstico, se puede empezar con el tratamiento bien dirigido”, propone Piuri.

El sistema que aún requiere de numerosas pruebas y promete ser más económico que el actual, utiliza fagos que atacan a la famosa Mycobacterium tuberculosis, responsable de la muerte de 1,3 millones de personas en 2012, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Este fago –que logra infectar al temible bacilo de Koch– fue modificado por los científicos para usarlo como alertador. Ellos introdujeron en el fago el gen de una proteína fluorescente en el fago que, cuando se pone en contacto con la bacteria de tuberculosis, se enciende en un color muy llamativo, en este caso rojo. “En el microscopio cuando uno ve bacterias rojas es indicativo de tuberculosis”, detalla Piuri.

Ellos estudian una prueba similar para determinar cuál es la mejor droga a recetar. En el laboratorio reproducen un cultivo con la infección, y colocan un antibiótico. “Si hay fluorescencia quiere decir que las células de ese cultivo infectado por tuberculosis son resistentes a esa droga”, plantea Piuri. La consigna es probar con distintos medicamentos hasta dar con el que resulta efectivo para matar al bacilo de cada caso.

De buenos y malos

Cuando el Instituto Eliava recibe muestras de las bacterias de Alan u otro paciente, las analizan y luego prueban cuáles son los fagos efectivos contra ellas para elaborar el preparado para el enfermo. Como los fagos son específicos, atacarán como misiles dirigidos al blanco a derribar, a diferencia de los antibióticos, que suelen ser de amplio espectro y barren a distintos tipos de gérmenes a la vez.

“El fago tiene la ventaja de ser autorreplicante y autolimitado, es decir que se multiplica mientras haya bacterias que pueda consumir, y deja de hacerlo cuando se terminan los gérmenes. Entonces, no genera problemas posteriores, como puede ocurrir con los antibióticos”, explica Quiberoni.

Ahora bien, hasta aquí hablamos de fagos “buenos” que comen bacterias “malas”, pero la vida es más compleja. También hay bacterias “buenas”, como las lácticas, usadas en la elaboración de quesos o yogures, que son devoradas por fagos y provocan cuantiosos daños. “En la industria láctea, los fagos son una mala palabra porque pueden destruir producciones enteras”, dice Piuri, quien estudia cómo estos virus se relacionan con las bacterias lácticas. La idea es conocer los mecanismos para evitar el contacto y la subsiguiente catástrofe.

“Yo trabajo con los fagos malos”, dice con humor Quiberoni, desde el Instituto de Lactología Industrial, dependiente de la UNL y del CONICET, y agrega: “Cuando hay una infección por fagos en la industria láctea, es necesario detener el proceso, y hacer una limpieza completa para eliminar cualquier fago, dado que se multiplica muchísimo”. Hace 22 años que ella está en contacto directo con las empresas lácteas en un intercambio permanente. Por un lado, esta industria es la fuente de información de sus investigaciones; y a la vez, los conocimientos obtenidos son volcados para mejorar la producción. “Al principio, –recuerda– fue complicado establecer el vínculo porque para la industria era muy difícil aceptar que tenían este problema, ya que lo relacionaban con falta de limpieza. Fueron necesarios varios años para convencerlos de que era una cuestión común y afectaba a todos. Debíamos encararlo, sincerarnos para abordar alternativas”.

En medio del trajín cotidiano, Quiberoni aisla fagos, identifica “casi cada día uno nuevo”, y los congela a -80°C para conformar la colección de la “única fagoteca en Latinoamérica con semejante cantidad de especímenes que atacan bacterias lácticas. Actualmente tenemos más de 300”, enumera con orgullo. “Algunos ya tienen más de veinte años y cuando se descongelan están en buen estado. No se sabe exactamente la cantidad de tiempo que se mantienen viables en estas condiciones porque no hay estudios a tan largo plazo, pero a esa temperatura y con un crioprotector están muy bien. Los cuido, los adoro. Son como mis hijos”, ríe Quiberoni, quien se define como la curadora de la fagoteca.

Se trata de un banco de estudios al que acuden científicos de distintas partes del mundo, con quienes también lleva adelante trabajos conjuntos. “En este momento estamos encarando, en colaboración con investigadores de Canadá y España, uno de los problemas que más preocupa en la industria fermentativa: cómo lograr bacterias lácticas cada vez más resistentes a los fagos”, especifica.

Es que en el mundo microscópico sobra acción. Para convivir con los fagos, las bacterias desarrollan mecanismos para evitar sus ataques. Pero estos también logran sortearlos y las atacan. De nuevo, las bacterias se tornan más resistentes, y los otros vuelven a ingeniarse para afectarlas. “Es tan rápida la evolución y la capacidad que tienen de adaptarse, que estamos siempre atrasados. El problema es continuo y cambiante. Uno siempre está un pasito atrás, pero con la ayuda de la biología molecular y la genética logramos conocerlos cada vez mejor”, indica Quiberoni.

Y no tiene dudas de que el futuro le deparará más de lo mismo. “Seguramente seguirán siendo un problema para la industria láctica y nosotros continuaremos estudiando las alternativas para impedir que obstaculicen las producciones”, avizora Quiberoni, quien evalúa que, en el campo de la salud, “habrá que seguir estudiando en qué se pueden aplicar los fagos. Pasó un siglo desde que se descubrieron, y estamos todavía investigando numerosos aspectos”.

Como el problema de la resistencia a los antibióticos afecta cada vez a más personas como Alan, la ciencia busca alternativas. “De hecho, se están repitiendo numerosos ensayos clínicos del pasado para que cumplan con los estándares actuales de ética y se demuestre la inocuidad así como la efectividad”, marca Piuri. “Los fagos –añade– son una herramienta muy poderosa que puede ser usada desde muchos ángulos diferentes. Durante mucho tiempo se creyó que se sabía todo de ellos. Ahora, al pensar en sus aplicaciones biotecnológicas, recobraron fuerza. Hay una vuelta a ellos, que habían sido olvidados por Occidente”.