Geología en la Antártida

Buscador de pasados

Fue parte de la expedición que halló restos del primer dinosaurio en la Antártida. Se trata de Roberto Scasso, geólogo de Exactas UBA quien, a través del estudio de los sedimentos, trata de desentrañar datos del ayer del continente blanco.

23 Nov 2015 POR

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Roberto Scasso caminó por lo que fue el fondo del mar hace unos 75 millones de años; se topó con un anquilosaurio, el primer dinosaurio hallado en la Antártida; y no paró a fuerza de piquetazos de desnudar rocas para reconstruir parte del pasado remoto del continente blanco. Fueron unas diez temporadas de campaña, algo más de un año en total de vivir en carpa en latitudes australes. Hoy, en su laboratorio en el Departamento de Geología en Exactas-UBA, no le gusta recordar estas experiencias como proezas ni fruto de esfuerzos extraordinarios. “Solo se trata de hacer un trabajo”, dice.

Como todo habitante temporario de tierras heladas, enseguida descubrió que allí el poder lo tiene el viento, las tormentas o el frío. No es raro esperar días hasta que se den las condiciones o ventana climática para que la pista esté lo suficientemente congelada en la Base Antártica Marambio para aterrizar el Hércules. Así como nunca se conoce con precisión cuándo se llega, tampoco se sabe con certeza cuándo se vuelve a casa. Le pasó haber desarmado casi todo el campamento en espera de los helicópteros para el regreso, y en eso apareció la “mufa”, como se llama la niebla que no deja ver nada. Y debió quedarse diez o quince días más de lo previsto hasta que pudieran ir a buscarlo, junto a su equipo.

Para llegar al destino final, a veces no alcanzan todos los kilómetros hechos a bordo de embarcaciones, helicópteros o aviones Twin Otter, que cambian ruedas por esquíes a la hora de aterrizar. Es que estos medios de transporte llevan a los científicos hasta el sitio donde harán el campamento, pero este hogar por 30, 40 o 50 días, puede quedar bastante lejos del lugar del trabajo de campo. Esto ocurrió en la campaña del verano de 1986 en la inhóspita isla James Ross, al norte de la península Antártica.

“Desde el campamento hasta el lugar de trabajo, debíamos caminar ocho kilómetros. Como la temperatura era relativamente alta, el hielo del suelo estaba derretido. Te hundías y costaba avanzar. A la vuelta, era aún peor, porque traías en la mochila las rocas de muestra”, relata. Pero esta caminata para el olvido quedó en la historia mundial.

En terrenos complicados siempre conviene mirar dónde se pisa, para no accidentarse, y también por cuestiones científicas. “Eduardo Olivero (paleontólogo y jefe de esa expedición), casi por una deformación profesional iba caminando de regreso al campamento y, como siempre, observando las rocas a su paso. En eso vio algo distinto en el camino”, describe. Se trataba de una pequeña parte de un hueso que sobresalía del piso; la limpió hasta que quedó al descubierto algo que parecía corresponder a una mandíbula con un diente, según contó el propio Olivero a el Cable, de Exactas.

Sin dudar, el grupo de cuatro investigadores dejaron el cansancio de lado y se pusieron a excavar en el sedimento blando. “Empezamos a buscar ahí y había más materiales. Llenamos un par de cajones con restos fósiles. Se veía que eran placas de un animal acorazado. Eduardo no era especialista en el tema vertebrados sino en moluscos, pero se dio cuenta de que eso podía ser algo novedoso”, indica Scasso, quien es además profesor de Exactas-UBA e investigador principal de CONICET.

Con sumo cuidado y sin saber aún de qué especie se trataba, las piezas fueron llevadas al Departamento de Paleontología de Vertebrados del Museo de La Plata para ser analizadas por la doctora Zulma Gasparini, quien “comprobó que era un dinosaurio y resultó ser el primero hallado en la Antártida. Era el único continente donde hasta entonces nunca se había encontrado uno de estos animales terrestres”, destaca.

Como corresponde, una vez identificado, pasó a llamarse el anquilosaurio Antarctopelta oliveroi, en homenaje a su descubridor Olivero, actualmente investigador principal del CONICET en el Centro Austral de Investigaciones Científicas de Ushuaia.

“Estos restos indicaban que debía haber una conexión terrestre entre la Antártida y otro de los continentes para que este animal pudiera haber migrado, dado que no podía nadar. Este dinosaurio hace 75 millones de años vivía en una zona costera, cerca del mar. Probablemente haya sido arrastrado por un río durante una creciente, se ahogó –hipotetiza–, y terminó enterrado en los sedimentos de un estuario”.

Este dinosaurio “había disfrutado de un clima mucho más benigno que el actual”, destacó el diario The New York Times cuando en noviembre de 1986 dio la noticia del hallazgo del equipo argentino. Es que el tamaño de este animal herbívoro lleva a suponer que debía haber suficiente vegetación para alimentarlo en lo que hoy es la Antártida. Así lo indican también las abundantes plantas fósiles halladas en esas rocas.

¿Y el hielo dónde está?

Scasso siempre fue en verano a la Antártida, salvo la primera vez, en la primavera de 1984. “Fui con el doctor del Valle a la Base Matienzo, nos desplazábamos con motos de nieve por encima de la barrera de hielos Larsen; hoy sería imposible porque no existe más, se desintegró y se transformó en enormes témpanos que se derritieron en el mar, como consecuencia del cambio climático”, destaca, mientras muestra una foto de una gran planicie blanca de 80 kilómetros de extensión que ya desapareció, y pasó a ser mar con témpanos.

Lo que no varía con el tiempo es el personaje que más sobresale en la campaña. “En las bases y en el barco, el cocinero es la persona más importante, porque comer bien es clave para la moral del grupo, así como el humor y la buena disposición. Cuando alguien se deprime, genera un mal ambiente”, grafica. La convivencia extrema en un lugar hostil pone a todos al límite. “Se ve cómo es cada uno, porque resulta imposible disimular”, expresa. La Antártida siempre da sorpresas. “Hay gente que va con mucho entusiasmo y decisión, pero a la semana se quiere volver. Otra, en cambio, la que uno supone que no va a aguantar nada, permanece lo más bien”, describe.

Vivir en condiciones adversas también estimula la solidaridad. “Recuerdo una vez que con Francisco ‘Pancho’ Medina, como jefe de grupo, decidimos salir, caminando, a las 12 de la noche (todavía había luz) durante una tormenta, para llevar un antibiótico a un enfermo en otro campamento que estaba a varias horas de distancia. No me olvido de la alegría que teníamos cuando llegamos de vuelta a nuestras carpas”, rememora.

En ocasiones, cada uno está, literalmente, unido a sus compañeros, como le ocurrió cuando cayó en una grieta en el hielo. “Los miembros del grupo estaban atados entre sí con una cuerda, y yo caí en una grieta que, por suerte, era angosta. La sensación es fea porque uno siente que le falta el piso. Pero pude salir solo”, puntualiza y enseguida menciona: “Se suelen usar motos de nieve para moverse, porque no se hunden demasiado y pasan por lugares donde uno solo no pasaría; como estos móviles tienen oruga, el peso se distribuye”.

Sol de verano

El viento suele ir a recibir al visitante ni bien pisa suelo antártico, que por momentos parece un paisaje en blanco y negro. “Comparado con el paisaje patagónico le falta el verde de la vegetación, contrastando aún más lo oscuro de la roca con el blanco de la nieve o el hielo. El cielo es más brumoso que en Buenos Aires y más gris porque suele haber mal tiempo”, recuerda, aunque no faltan escenarios inolvidables, como vivir el comienzo del verano en el confín del mundo. “El 21 de diciembre, el día más largo del año, por la alta latitud, uno ve cómo el sol va dando casi toda la vuelta en el horizonte, se hunde un rato y enseguida vuelve a salir al lado”, destaca. Otras veces, el mal tiempo hace que por 20 días no se tengan noticias del astro rey, y que hasta uno dude de su existencia, porque las tormentas acechan e impiden salir del campamento a realizar el trabajo de campo. No faltaron ocasiones en que el termómetro descendió a 27 grados bajo cero, y “hay que extremar los cuidados y no dejar nada de piel a la intemperie. El congelamiento es muy rápido, al principio se siente como un pinchazo, y luego nada. Si se logra reanimar la zona afectada, se vuelven a sentir los pinchazos. En esos días no se puede trabajar. El viento golpea la carpa y uno se pregunta hasta cuando aguantará la lona”, narra.

No siempre se puede culpar al viento. Un día Scasso se despertó en la isla Shetland, y vio que la carpa se movía. “Era un elefante marino que se estaba restregando contra la lona. Esos animales pesan cientos de kilos: si se llegaba a dar vuelta, me aplastaba junto con todo lo que había en la carpa”, apunta.

Cuando no se puede ir a trabajar a los afloramientos o a tomar muestras que, al regreso, serán analizadas en los laboratorios, o a explorar los sedimentos del Jurásico marino, el hogar es esa minúscula vivienda. “He estado hasta quince días dentro de la carpa, esperando a que mejore el tiempo. Se aprende a soportar la adversidad, meterse para adentro y aguantarse. No es sobrehumano, ni hazaña, ni mucho menos; uno sencillamente se adapta”, concluye, minimizando las contrariedades de su trabajo austral.

 

Hay equipo

“El trabajo conjunto del paleontólogo y del geólogo resulta una asociación muy beneficiosa. Ambas miradas se realimentan porque el resto fósil se encuentra dentro de sedimentos que permiten conocer el entorno en que vivía ese organismo, por ejemplo el clima. Pero a su vez los organismos están determinados por el ambiente en que viven y aportan información al respecto. Esto complementa la interpretación”, subraya Roberto Scasso, especialista en estudiar los sedimentos para reconstruir la historia de lo que ocurrió en el Cretáceo y Jurásico. “Estamos hablando de entre 65 y 200 millones de años atrás”, precisa, aunque resulta muy difícil dimensionar esa cantidad para cualquier mortal que rara vez llega al siglo de vida.

 

Meteorito

“Elemento químico de número atómico 77. Metal escaso en la corteza terrestre, se encuentra nativo, unido al platino y al rodio, y en minerales de níquel, hierro y cobre. De color blanco amarillento, quebradizo, pesado, difícilmente fusible y muy resistente a la corrosión. Se usa, aleado con platino u osmio, en joyería y en materiales especiales. Uno de sus isotopos es muy utilizado en radioterapia”. Así define la Real Academia Española al iridio que fue estudiado por Roberto Scasso de Exactas-UBA en el continente blanco.

“El iridio es un indicio del impacto de un meteorito, porque es un componente muy abundante en el meteorito, pero no en la corteza terrestre en general. Cuando un meteorito impacta en la Tierra se volatiliza y se produce una nube de partículas muy finas que luego caen y son retenidas en los sedimentos. Entonces, hallar sedimentos enriquecidos en iridio es indicio de un impacto. En el límite entre el Cretácico y el Cenozoico hubo un gran impacto que quedó registrado en los sedimentos de la isla Marambio, en la Antártida, aunque el impacto fue muy lejos, en la península de Yucatán, México. Seguimos trabajando en eso”, subraya el científico.

 

Vuelta a la democracia

“Mi primera expedición coincidió con el regreso de la democracia. Había una serie de desentendimientos entre los militares, que estaban a cargo de las bases, y los científicos, que llegaban a investigar. Esta relación luego fue mejorando y desde hace ya muchos años se trabaja en estrecha colaboración, como debe ser”, historia Scasso, quien trabajó varios años en la Cuenca de Larsen con el apoyo del Instituto Antártico Argentino, estudiando una cuenca sedimentaria mesozoica de la Península Antártica que constituye un ejemplo único en el mundo por la continuidad y calidad de los afloramientos rocosos que se han preservado.