Antes de que se pudra todo
El deterioro de los alimentos por la acción de los hongos causa grandes pérdidas económicas y constituye un riesgo para la salud. El uso indiscriminado de antifúngicos sintéticos genera cepas resistentes y acumulación de residuos tóxicos en los productos alimenticios y en el medio ambiente. En este contexto, comienza a asomar una alternativa promisoria.
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El moho peludo que vemos crecer sobre el pan, el queso o la gelatina es, apenas, una mínima expresión de un problema que, por sus dimensiones, adquiere características preocupantes.
“Según la FAO (la Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas), más del 25% de las cosechas a nivel mundial se pierden por ataques fúngicos”, consigna la doctora Virginia Fernández Pinto, quien –junto con Lucía da Cruz Cabral y Andrea Patriarca– integra un equipo de investigación en el Laboratorio de Microbiología de Alimentos de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. “Es un problema gravísimo tanto en cultivos frutihortícolas como en granos”, completa.
Es que los hongos son capaces de colonizarlo todo. Pueden tolerar la sal y el azúcar mejor que cualquier otro microorganismo, y crecer en jaleas y dulces o en carnes curadas y saladas. Incluso, dentro de un refrigerador.
No es de extrañar entonces que las frutas y las verduras sean muy susceptibles al ataque fúngico, tanto mientras crecen en el campo como durante su almacenamiento post cosecha.
Y lo mismo sucede con los granos, como el trigo, el maíz, la cebada o el arroz. Pero, en este caso, el problema puede tener consecuencias más serias.
Hongos estresados
Además de estropear las plantas que el ser humano cultiva para alimentarse, muchas especies de hongos pueden producir micotoxinas. Estas sustancias son peligrosas para la salud pues está probado que pueden producir cáncer, malformaciones, inmunosupresión y también la muerte, tanto en el hombre como en otros animales. Estos efectos dependen del tipo de toxina y de su concentración en el alimento.
Los hongos pueden producir micotoxinas antes y después de la cosecha. Ello implica que los niveles del tóxico siguen incrementándose durante el almacenamiento. Finalmente, el veneno puede llegar al consumidor directamente con los materiales de origen vegetal o, indirectamente, a través de carnes, leche o huevos de animales que ingirieron alimentos contaminados.
Además, como las micotoxinas son resistentes a la mayoría de los procesos industriales, el riesgo también está presente en los productos elaborados.
“Nadie se va a comer un alimento mohoso”, observa Fernández Pinto. “Pero, por ejemplo, se pueden comer inadvertidamente fideos elaborados con granos infectados por Fusarium (un género de hongos) algunas de cuyas especies producen micotoxinas en los cereales”, explica. “La cantidad de toxina presente en un solo grano de cereal puede ser muchísima, y los granos infectados pueden mezclarse con los sanos e ir juntos a la molienda”, advierte. “La Argentina desarrolló programas de alerta temprano muy buenos”, tranquiliza.
Los cereales son también afectados por las aflatoxinas, un grupo de hepato-cancerígenos producidos por algunos hongos del género Aspergillus.
“Cuando hay un lote de granos contaminado con aflatoxinas se lo suele destinar a la alimentación animal, porque los rumiantes no son muy afectados por estas toxinas. El problema es que estas sustancias pasan a la leche, por lo cual no puede dársele al ganado lechero”, comenta Fernández Pinto, y agrega: “Las que sí son muy afectadas por las aflatoxinas son las aves, por eso la industria avícola presiona para que se establezcan límites de tolerancia muy bajos en los granos que se usan para alimentarlas”.
Si bien todavía no se sabe acabadamente qué es lo que lleva a los hongos a producir micotoxinas, existe una hipótesis: “Las toxinas son metabolitos secundarios, es decir, no son esenciales para el sostenimiento vital del microorganismo. En general, los hongos no producen micotoxinas cuando están en crecimiento activo. Lo que se presume es que es un disparador para la producción de estas sustancias es el estrés”.
Los hongos sufren estrés cuando se ve afectada su velocidad de crecimiento. La baja disponibilidad de agua, condiciones de temperatura extremas o la exposición a fungicidas son algunos de los factores que pueden provocar este fenómeno.
Agroquímicos antinaturales
En el campo, para combatir a los hongos se utilizan diferentes estrategias. Rotar cultivos, alternando una especie susceptible a la infección por estos microorganismos con otra poco o nada susceptible, es una de las alternativas.
Otra opción es el control biológico, es decir, el uso de organismos vivos que son enemigos naturales de la plaga que se quiere controlar. Así como se usan gatos para el control de los ratones, se pueden utilizar bacterias que atacan a los hongos para reducir o eliminar sus efectos dañinos. Pero la eficacia de estos productos depende de factores ambientales difíciles de controlar, como la temperatura o la humedad. Además, su espectro de acción contra diferentes plagas es menor que el de los plaguicidas químicos.
Por eso, la herramienta habitual en la lucha contra la infección fúngica es la utilización de agroquímicos, tanto en el sembradío como en los productos cosechados. “En general son sintéticos”, acota Fernández Pinto.
Según la investigadora, la utilización indiscriminada y excesiva de estos fungicidas provocó el desarrollo de cepas resistentes a los agroquímicos. “Esto motivó el uso de mayores dosis para combatir el mismo hongo y, en consecuencia, un incremento en la presencia de residuos tóxicos en los alimentos”, señala. “Por otra parte, si por su menor efectividad el antifúngico detiene el crecimiento del hongo sin llegar a matarlo, el microorganismo estresado comenzará a producir micotoxinas”, observa.
“Pero también, y no menos importante, como en general estos productos químicos no son biodegradables, aumentó su acumulación en el suelo, en las plantas y en el agua y están provocando una toxicidad ambiental muy significativa”, avisa.
Mientras que en algunos sectores de la opinión pública crece la preocupación por la contaminación alimenticia con residuos de estos agroquímicos, varios estudios recientes demostraron que algunos de los fungicidas más efectivos son peligrosos para la salud humana y, por lo tanto, fueron prohibidos.
En este contexto, las investigaciones están dirigidas al desarrollo de alternativas más seguras y efectivas, que sean factibles desde el punto de vista económico.
Fungicidas naturales
Después de millones de años de evolución –prueba y error mediante– algunas especies vegetales hallaron la fórmula química para asegurar su supervivencia. Fue un largo tiempo durante el cual las plantas padecieron el ataque de plagas diversas. Mientras que algunas perecían, otras –mutantes– sobrellevaban la embestida porque –por azar– habían adquirido la capacidad de fabricar sustancias que repelían la agresión.
Hoy, esos compuestos químicos producidos por ciertos vegetales pueden constituirse en una alternativa a los agroquímicos sintéticos.
“La gran mayoría de estos fungicidas naturales son totalmente biodegradables y no son tóxicos. Incluso, algunos inhiben la producción de micotoxinas”, afirma Fernández Pinto.
Se los puede obtener de los tejidos o semillas de la planta a partir de los cuales se prepara un extracto. De éste, a su vez, se pueden destilar los aceites esenciales, que es donde se concentra la mayor cantidad de antifúngicos.
“Se pueden utilizar tanto los extractos como los aceites esenciales. Ambos están constituidos por una gran variedad de compuestos que actúan de diferente manera. Esto tiene dos ventajas: atacan a distintos géneros de hongos e impiden que el microorganismo adquiera resistencia”, ilustra. “Además, son activos en estado de vapor, lo cual los hace potencialmente atractivos como fumigantes”, añade.
En general, los antifúngicos naturales están presentes en las hierbas aromáticas, especias y plantas medicinales. Eucalipto, lavanda, boldo, malva, manzanilla, poleo, citronella, orégano, ajo, pimienta de Jamaica, clavo de olor, comino, y cítricos como la naranja, el pomelo, la mandarina o el limón son algunos de muchos ejemplos.
El hecho de que se trate de vegetales ya utilizados en el consumo masivo les suma un valor agregado: “Se les han hecho todas las pruebas de toxicidad, que es lo que más encarece el desarrollo de un producto, y se sabe perfectamente cuál es la concentración límite que se puede utilizar”, asegura Fernández Pinto.
Pero no todo es un lecho de rosas. Uno de los principales problemas de estos antifúngicos es, precisamente, su aroma. “Los más efectivos tienen un olor terrible”, reconoce la investigadora.
Ante este inconveniente, una alternativa es utilizar el extracto vegetal como “condimento” allí donde sea compatible con el sabor del producto. Por ejemplo: aplicar al tomate oleoresina de orégano.
Pero la opción más promisoria parece ser la combinación sinérgica de dos o más extractos de plantas diferentes. De esta manera, no solo se consigue disminuir –con igual efectividad– la concentración de cada antifúngico a niveles imperceptibles para el olfato sino que, además, se aumenta el espectro de hongos que se pueden combatir y se reduce la posibilidad de que aparezcan cepas resistentes.
“También se pueden hacer mezclas con algunos antimicrobianos sintéticos que son amigables con el medio ambiente, o con antifúngicos naturales de origen animal, como el quitosano, que se obtiene del caparazón del langostino y de algunos insectos”, informa Fernández Pinto.
Según la experta, “los antifúngicos naturales constituyen un campo de investigación muy extenso en el que hay muchísimas oportunidades para explorar”.
También, se abre la posibilidad de darle utilidad económica a una gran cantidad de yuyos y malezas que actualmente no son suficientemente valorados.ali