Bitácora

El señor de los humedales

Más que llamarlo Bó, la mayoría le dice Roberto. Este biólogo, investigador y docente de la Universidad de Buenos Aires, capturó vinchucas en el Gran Chaco; contó mamíferos carnívoros por las noches en la estepa patagónica, y se internó en el Delta para seguir los rastros de un roedor gigante. Allí encontró su lugar en el mundo: los humedales. La naturaleza lo sigue maravillando, como el primer día en su infancia en el barrio porteño de Flores, cuando descubrió su pasión.

26 Abr 2022 POR

Urbano de nacimiento, ecólogo por adopción. Criado en el barrio de Flores, muy cerca del centro geográfico porteño, siempre le interesó cómo funcionaba la naturaleza pero, por entonces, la leía más de lo que la vivía. Roberto Bó salió al campo de estudio a poco de terminar la carrera de Biología en la Universidad de Buenos Aires, y no paró. Fue a capturar vinchucas al norte chaqueño, a contar pumas, zorros y otros carnívoros en la Patagonia, a conocer las yungas de Salta y la selva de Misiones, hasta descubrir su lugar en el mundo: el Delta. Hoy es el director del Grupo de Investigaciones en Ecología de Humedales (GIEH) de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, además de docente e investigador.

A veces siguiendo vinchucas en cuatro patas, comenzó su primera campaña en Santiago del Estero y Formosa en 1987, en una misión de la Organización Mundial de la Salud. Con pinzas y guantes revisaba el interior de los hogares y corrales para atrapar estos insectos que pueden con su picadura transmitir Chagas si portan el parásito Tripanozoma cruzi.  En ese entonces, su tarea se sumaba a la de un equipo de salud que probaba los primeros tratamientos para Chagas e insecticidas experimentales contra la vinchuca que no afectaran a las personas.

La generosidad de la gente del lugar impactó a Bó desde el primer momento. No sólo lo albergaron en su hogar de adobe y le dieron el mejor catre que tenían, desalojando al verdadero dueño, sino todos sus conocimientos. “Cuando ellos se daban cuenta de que te interesaba su mundo y que podías quedarte una noche para charlar, te contaban un montón de cosas. Testimonios que demostraban una profunda sabiduría y saberes, que después se demostrarían ciertos con los análisis científicos. Hay que aprovecharlo bien porque queda poca gente joven en el campo, la mayoría se va y se pierde toda esa cultura”, advierte.

“Lo que más valoro es el intercambio con la gente. Agradezco haber tenido que hacerme amigo y compartir la realidad del poblador. Para conocer la realidad hay que vivirla”, remarca Bó.

De a poco, ese forastero que por definición era un “bicho raro” pasó a tener un lugar en la comunidad local y a ser esperado. Palabra a palabra fueron tejiendo el vínculo que ponía al descubierto los mundos -a primera vista lejanos- de un porteño de subtes tomar y de un chaqueño de tierra adentro, pero que vibraban juntos ante la naturaleza.

Incansable tomador de mates y de apuntes, Bó siempre lleva su anotador con todas sus observaciones que luego como investigador obsesivo pasará en limpio a planillas. “Lo que más valoro es el intercambio con la gente. Agradezco haber tenido que hacerme amigo y compartir la realidad del poblador. Para conocer la realidad hay que vivirla”, remarca.

“La primera vez que salí a capturar un bicho al Chaco santiagueño -comenta- iba con un pibe lugareño que se sabía todo del campo. Me iba nombrando las plantas del bosque. Señalaba: ‘Esto es quebracho; esto, guayacán; esto, árbol’. ¿Cómo se llama? ‘Árbol’, insistía en responder. Era el algarrobo que para ellos es ‘el árbol’. Les da leña, harina, todo”.

En otro bosque, inhóspito, espinoso, de difícil acceso, Bó se maravilla ante un gran número de gatos monteses de distintas especies. ¿Cómo llegaron acá?, se pregunta en voz alta. “Tirate al piso, y mirá el bosque ahora”, le dice un lugareño. “Acostado en el suelo, veo un montón de sendas que se abren camino”, describe.  Ese cambio de perspectiva, de ubicarse en la escala del animal, hace que lo mismo parezca distinto.

Foco en Patagonia

En la Patagonia alcanzó su sueño, no contando ovejas, sino otros animales en un relevamiento de mamíferos carnívoros de la estepa, que va de Viedma a El Bolsón. Unos 950 kilómetros de distancia en ruta que especialmente esquivaron para recorrerlos por caminos internos y, a veces, por campo traviesa.

La radio local, cada día, daba aviso de que esa noche agentes de fauna silvestre estarían “reflectoreando” la zona. A bordo de una camioneta, con un potente foco que iluminaba unos 200 metros de ancho, recorrían unos diez kilómetros en busca de ojos, que es lo primero que se refleja del animal. “Luego, por cómo se comporta, se sabe de qué especie es”, señala. Si se tratara de un zorro, levantaría la cabeza y se acercaría porque es curioso. En cambio, el gato montés, se daría vuelta y escaparía. En esta tarea, también contaban con la colaboración de un joven baqueano.

“Hasta que amanecía, tomábamos nota de todos los mamíferos carnívoros para estimar abundancia. Ellos salen a cazar de noche”, describe. De día, el equipo ya había hecho el mismo recorrido para conocer el ambiente, fijar puntos de referencia, como alambrados, árboles o postes que sirvieran de guía a la noche para calcular la distancia y la densidad de especies por áreas cubiertas. Un aparato, un distanciómetro, aportaba precisión al registro.

A bordo de una camioneta, con un potente foco que iluminaba unos 200 metros de ancho, recorrían unos diez kilómetros en busca de ojos, que es lo primero que se refleja del animal.

Semanas de frío que cortaban la respiración y a la vez permitían sentir como nunca antes la estepa en estado puro. Aprendiendo a ver en la oscuridad, a escuchar silencios interrumpidos por las voces de los animales, a desarrollar los sentidos hasta límites por entonces desconocidos. Sentir que el espíritu vuelve al cuerpo luego de algo inesperado y desarrollar una conexión con el ambiente particular. Bó, allí en la Patagonia, cumplió uno de sus deseos que había imaginado de chico en Flores: “El sueño de ser ecólogo y estar en medio de la noche en plena naturaleza. Ver todo el sistema en acción”. Ya no lo leía, lo vivía.

Cita en el paraíso

Más que elegir a la nutria -o mejor dicho, al coipo- como objeto de estudio, este roedor gigante lo eligió a él. El encuentro fue en un paraíso compartido, el valle aluvial del Paraná. “Buscaba entender la ecología de la nutria en los humedales del Delta porque era una especie súper adaptada y me interesaba saber por qué. Al mismo tiempo era un recurso histórico para los pobladores rurales por la carne y el cuero, desde las comunidades aborígenes. Quería contribuir a que se maneje de modo sustentable”, recuerda.

En la Argentina ese gigantesco roedor semiacuático era llamado coipo, palabra que proviene del mapuche. “Aquí desembarcó el nombre de nutria que en Europa hace referencia a otro animal, y es la denominación que finalmente más se usa en el país”, aclara. Pero mientras en un caso es carnívoro, la falsa nutria nacional se alimenta de hierbas.

Oscar, fue uno de los baqueanos que compartió con Bó sus conocimientos, sus secretos acumulados por años de seguimiento. Era un nutriero o cazador y conocía como pocos a su presa. De pocas palabras, padre de tres hijos con tres mujeres distintas, y a los que llamó a todos por igual: Oscar. No había aprendido a leer ni escribir, pero sabía de memoria el abecé del código de la especie que le daba de comer a él y a su familia.

“Le caí en gracia”, dice sobre su relación con este lugareño parco, quien le hablaría como pocos de su objeto de estudio. Es que, en su acercamiento con el otro, Bó siempre busca comprenderlo, ponerse en su lugar. “Sin prejuzgamiento, respetando sus costumbres, y tratando de entender por qué hace lo que hace”, describe.

Bien temprano, a las cinco, amanecían en la casa de adobe y tras los mates de rigor, salían tras los rastros de las nutrias. En una ocasión, buscaron ejemplares de distintas edades para colocarles radiotransmisores con el fin de seguir a estos roedores que se mueven como un pez en el agua, pero muy torpemente en la superficie. “Oscar cazaba para matar y, con el mismo arte, pero sin generarle un rasguño a ninguno de los ocho animales elegidos, los atrapó para que yo les pudiera poner el rastreador”, relata.

En este curioso equipo no dejaban de sorprenderse el uno al otro: Oscar señalaba que el macho joven del grupo de estudio no se alejaría más de tres kilómetros del lugar e iría a determinado manchón de un bañado con ciertas características. “Él me anticipaba lo que luego el sensor iba a registrar”, asegura Bó, aún maravillado.

Luego le tocaba a Bó el turno de acaparar la misma admiración. Con una antena para registrar las señales que emitía el transmisor colocado en el cuello del animal, apuntaba a la laguna y decía: “Ahora está acá, sumergido. Esperábamos que no diera más y saliera a respirar. Cuando sacaba la cabeza fuera del agua, Oscar no lo podía creer”.

Furor y estupor

Con el tiempo y los saberes acopiados, dejaron de ser necesarios los equipos de radares. “Gracias a estos estudios de seguimiento y a otros relacionados con la disposición espacial, se facilitó el cálculo de cuántos animales había, sin necesidad de capturarlos con rastreadores para controlar sus movimientos. Las investigaciones del pasado, permiten ahora contar con metodología para hacer recomendaciones de manejo sustentable”, indica. De este modo, cuando algún cazador o funcionario le cuestiona de dónde saca el número de animales posibles de cazar, Bó puede demostrar la explicación con argumentación científica.

“Hoy, afortunadamente, murió el furor por la peletería de la década de los 90. En ese momento, no había ningún sustento ecológico a la hora de tomar medidas. Es más, la temporada de caza comenzaba cuando era el pico de parición, o sea, cuando los adultos tenían sus crías”, menciona y enseguida agrega: “Por estas presiones de mercado se hacían masacres reconocidas por la misma gente. No todos las efectuaron, algunos mantuvieron sus principios de realizar las cosas bien”.

Mientras los tapados de piel de nutria dejaban de ser símbolo de distinción y, del furor por lucirlos, se pasó al apuro por esconderlos, Bó seguía sus rutinas de campaña en uno de sus sitios predilectos, el Delta. “Allí tengo mi corazoncito”, confiesa. Recorría la zona, parte en bote y parte a pie, con un poblador, también cazador y pescador de sábalos. “Carlos -menciona- es uno de los grandes amigos de la vida que me dio esta profesión. Y un gran conocedor, junto con su familia, de cómo funcionan los humedales del lugar”. Solo o en equipo trazaba transectas que marcaban áreas para realizar distintas mediciones ambientales, tomaba muestras de agua, de vegetación y observaba la presencia o ausencia de nutrias.

Más que elegir al coipo como objeto de estudio, este roedor gigante lo eligió a él. El encuentro fue en un paraíso compartido, el valle aluvial del Paraná.

Si bien todos los datos y observaciones, para un anotador obsesivo como Bó, no se perdían en el camino, y ya formaban parte de su trabajo científico, esos conocimientos adquiridos a lo largo de décadas de trabajo de campo se iban haciendo carne. A simple vista, Bo comenzó a diferenciar el nido de la hembra que había parido hacía poco y el del macho que aún no se había instalado. “Me hice el ojo”, desliza.

Excelente nadador y buceador, el coipo dedica gran parte del día a alimentarse de juncos, totora y otras plantas. “Es un bicho altamente adaptado a la vida en un humedal como el Delta. Es su lugar en el mundo.  Si el animal está bien, es una buena señal, quiere decir que el sistema funciona.  Uno de los temas que me interesa son los indicadores ecológicos. Entender por qué hay determinados animales en ciertos lugares y, a partir de eso, tomarlos como indicadores de cómo está ese ambiente”, explica.

Peligros a la vista

Los cambios tecnológicos aportaron nuevos recursos al trabajo de campo y a las investigaciones. Con el GPS en la mano, que hizo casi olvidar la brújula, e imágenes satelitales de distinta resolución, hoy es posible evaluar la aptitud del hábitat y cómo varía la disponibilidad del agua en un año. Un problema en los últimos tiempos porque la bajante histórica del Paraná muestra escenarios inquietantes. “Hay una seca impresionante y estos eventos son cada vez más frecuentes, según los especialistas en cambio climático”, advierte.

A este ecosistema lo condena la historia. Durante siglos gozó de mala fama y hasta le achacaron numerosas pestes. Por ser terrenos pantanosos muchas veces fueron considerados tierras marginales, que debían ser “recuperadas”.

Recientemente, se los revalorizó y se busca recuperarlos de todo el daño recibido porque se sabe que el listado de beneficios es extenso. ¿Algunos de ellos? Se trata de sitios de reserva y purificación de agua, que amortiguan inundaciones y mitigan los efectos del cambio climático.

Pero, en el país, aún falta aprobar la legislación para conservarlos. “La ley de humedales sigue en debate en el Congreso de la Nación”, dice Bó. “Se presentó por cuarta vez. El primer proyecto fue en 2012 y, desde entonces, participo en el asesoramiento a los legisladores”, agrega.

Una iniciativa empantanada desde hace diez años pero que Bó insiste en la necesidad de sancionar. Como ecólogo e investigador de humedales sabe que todo lo que el mundo haga por cuidarlos es poco, al lado de todo lo que estos ecosistemas brindan al planeta.