Precisión se precisa
Las primeras unidades de medida se relacionaban con el cuerpo humano, pero las discrepancias eran enormes. El comercio, la industria y la actividad científica requerían mediciones más precisas de longitud, peso y, sobre todo, tiempo. Hoy casi todos los patrones de medición se independizaron de los objetos físicos, y se basan en constantes fundamentales de la naturaleza. Solo falta el kilogramo patrón, que lo hará a partir de 2018.
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A lo largo de la historia, tomar medidas siempre ha sido una necesidad, en especial para el intercambio y el comercio. En los comienzos, el cuerpo humano sirvió como patrón. Así surgieron, como unidades, la pulgada (ancho de la primera falange del dedo pulgar), el pie, el codo o la longitud de un paso.
Existía un cierto ideal de las proporciones del cuerpo humano, pero cada sociedad poseía un valor diferente para las medidas: el largo del pie variaba según fuera romano, griego, íbero, babilónico o inglés.
Pero había discordancias también en otras unidades. Por ejemplo, la milla romana, distancia recorrida con mil pasos (miliapassuum), medía unos 1481 metros. Pero la milla náutica, utilizada en navegación marítima y aérea, equivale a 1852 metros.
Con el fin de establecer un sistema de medidas universal, en época de la Revolución Francesa, en 1792, se creó el sistema métrico decimal, estableciendo el metro como unidad de longitud y el gramo como unidad de masa.
En comparación con otros sistemas de medición, el decimal, basado en múltiplos de diez, era más rápido de aprender. Para pasar de una unidad métrica a otra bastaba con sumar prefijos fáciles de recordar, y desplazar el punto decimal. El empleo de las unidades de diez resulta algo natural si se piensa que, desde sus inicios, la humanidad ha usado sus diez dedos para contar.
No obstante, pasarían muchos años hasta que ese sistema se generalizara a todo el mundo. Fue en 1875 cuando Francia convocó a todos los países a acordar un sistema de unidades universal, y se creó el Comité Internacional de Pesas y Medidas (CIPM).
En ese momento, Argentina fue uno de los 17 países que acudieron al llamado. El representante fue Mariano Balcarce, yerno de José de San Martín. A partir de ese momento se fueron creando, en los distintos países, institutos nacionales de patrones.
El sistema métrico decimal sería adoptado por la mayoría de los países del mundo, excepto Estados Unidos, Reino Unido y otras naciones con influencia anglosajona, que siguieron empleando las pulgadas, las yardas y las millas, junto con el sistema métrico.
La ciencia de medir
La ciencia que estudia las mediciones es la metrología. “En cada país hay un instituto destinado a esta tarea, que es coordinado desde París por el CIPM, donde se discuten los cambios en las unidades”, afirma el doctor Joaquín Valdés, decano del Instituto de la Calidad Industrial de la UNSAM y el INTI. Durante 16 años, Valdés fue uno de los 18 miembros del CIPM.
Cuando se planteó la necesidad de un sistema universal, se pensó en un cuerpo patrón único para todo el mundo, y lo primero fue una pesa de un kilogramo y una barra de un metro.
En aquellos años en que se establecía una unidad de medida universal, se buscó una referencia que se mantuviera inalterable, pero una barra de metal puede modificarse. Podía utilizarse como referencia una dimensión del planeta, bajo el supuesto de que éste no cambia. De este modo se consideró que el metro podría corresponder a una fracción de meridiano terrestre.
En 1792, la Academia de Ciencias de Francia definió el metro como la diezmillonésima parte de la distancia que separa el polo de la línea del ecuador terrestre, a través de la superficie del planeta. Pero el meridiano no sería uno cualquiera, sino el que pasa por París. La medición se hizo desde Barcelona a Dunkerke, al norte de Francia.
Finalmente, el metro patrón fue una barra de platino-iridio que correspondía a la diez millonésima parte de un cuarto de meridiano terrestre.
Pero había que buscar algo más inalterable que la barra de metal. Una forma más precisa podía ser la longitud de onda de un rayo de luz, y contar cuántas veces entra la longitud de onda en una barra, de una punta a la otra.
A fines del siglo XIX, el físico estadounidense Albert Michelson, que logró confirmar que la velocidad de la luz es constante en todas las direcciones, desarrolló el interferómetro, que permite medir distancias con una precisión muy alta. En 1892, Michelson midió el metro en términos de la longitud de onda de la luz roja emitida por el cadmio.
“Finalmente, en 1960 se abandona la barra de platino e iridio por un múltiplo de longitudes de onda del criptón 86. De este modo, el metro patrón es un valor referido a una constante fundamental: la longitud de onda de un elemento químico, y ello puede medirse con un interferómetro”, describe Valdés. Pero para esa época nacía el láser, que daría mayor precisión que el cadmio y el criptón, porque sus emisiones de fotones están sincronizadas.
Actualmente, el metro se define, a nivel internacional, como el trayecto que recorre la luz en el vacío en una fracción de segundo. Es igual a uno sobre aproximadamente 300 millones de segundos (exactamente 1/299.792.458). La barra de metal hoy es solo una pieza de museo. Un camino similar sería recorrido por la pesa patrón a partir del año 2018.
El patrón constante
En la actualidad, “el concepto de un cuerpo patrón se ha ido abandonando, porque los cuerpos están sujetos a modificaciones y ello influye sobre lo que se mide. Si el kilogramo patrón cambia, ello implica que todo lo que se pese va a cambiar”, indica Valdés, especialista en metrología.
Actualmente, de las siete unidades de base: kilogramo, metro, segundo, ampere, kelvin, mol y la candela (unidad de intensidad luminosa), todavía queda una que se corporiza en un cuerpo patrón, y es el kilogramo.
“Después de casi 40 años de desarrollos y experimentos muy complejos, se va a reemplazar esa pesa patrón por algo que dependa de constantes fundamentales”, señala el investigador.
Y explica que uno de los experimentos es el kilogramo eléctrico: en un platillo de una balanza electromagnética se pone un kilogramo y, en el otro, una bobina por la cual circula una corriente eléctrica en un campo magnético que genera una fuerza electromagnética que compensa la fuerza de atracción gravitatoria del kilogramo. En la parte eléctrica es donde aparece la constante de Planck, que proviene de la física cuántica.
El otro experimento es el del kilogramo atómico, que consiste en contar cuántos átomos hay dentro de una esfera de silicio de un kilogramo y, mediante el número de Avogadro, se determina la masa. En este caso, el problema es que la esfera puede tener imperfecciones o contaminación con átomos de otros elementos, por lo que una de las limitaciones reside en disponer de un silicio lo más perfecto posible.
“En la nueva definición del kilogramo se va a fijar la constante de Planck. A partir de 2018, se podrá realizar el nuevo kilogramo con cualquiera de los dos experimentos. La ventaja es que la ciencia no dependerá de una pesa que está en París”, asegura Valdés.
En la Argentina, por ley, el INTI es responsable de definir las unidades, mantenerlas con los patrones nacionales de medida, y diseminar la exactitud de medición a la sociedad, la industria, el comercio y la ciencia. Ese instituto posee pesas patrón, que se comparan con el kilogramo patrón que está en París, y supervisa a diversos laboratorios que calibran las pesas para la industria.
Pero no solo se calibra el kilogramo, sino que hay que calibrar desde el miligramo hasta los mil kilos. Por ejemplo, toda la cosecha que se exporta pasa por básculas en los puertos. Estas son calibradas a través de numerosas pesas de mil kilos, transportadas en camiones. Para calibrar una báscula de 40 mil kilos, hay que emplear cuarenta pesas de mil kilos.
Pero cuando se calibra con pesas de mil kilos, no se pueden asegurar los ocho decimales de precisión propios de la comparación más exacta entre la pesa que está en París y otro kilogramo. “Si se asegura una exactitud de tres cifras, ello significa que una báscula de 40 mil kilos va a tener un error de 40 kilos en la calibración”. Lo mismo vale para las balanzas de gran precisión que pesan en microgramos, por ejemplo, en la industria farmacológica. Ello muestra la importancia de disponer de una referencia muy precisa.
Medir el cambio
Nuestra noción del tiempo depende de la percepción del cambio. Las sociedades antiguas lo concebían en forma cíclica, en relación con la naturaleza. Hoy lo percibimos como lineal, irreversible, y dividido en segmentos de igual tamaño y valor. Esta concepción se vincula a los instrumentos que lo miden y es independiente de los fenómenos concretos.
El surgimiento de las ciudades, a fines de la Edad Media, coincide con el desarrollo de los primeros relojes de piezas móviles, que se colocaban en las fachadas de los edificios municipales. La vida en la ciudad ya no estaba regida por la naturaleza, y era necesario un mayor rigor en la medición del tiempo.
Esos grandes relojes solían tener una sola aguja. Pero pronto se buscó que marcaran también los minutos y los segundos, lo que se logró con el reloj de péndulo. El minuto y el segundo proceden de la división sexagesimal del grado, introducida por los babilonios. La palabra minuto proviene de “prima minuta”, o primera división pequeña; el segundo, de la “segunda minuta”, o segunda división pequeña.
En el siglo XIX, las ciudades seguían ajustando la hora local con el sol, y existían diferencias horarias entre ellas. Pero la expansión del ferrocarril requería que todas las estaciones tuvieran una hora normalizada. En 1831 los Observatorios Astronómicos empezaron a distribuir por telégrafo la hora exacta normalizada. Finalmente, en 1884, en la Conferencia Internacional del Meridiano, celebrada en Washington, se estableció un patrón horario mundial, y el meridiano de Greenwich como estándar internacional para la longitud de cero grado.
La precisión de un reloj depende de la regularidad de un tipo de movimiento periódico. Hasta principios del siglo XX, los relojes más exactos se basaban en la regularidad de los movimientos pendulares. Pero la ciencia buscaba desarrollar sistemas cuyas oscilaciones fueran lo más estables posible, reproducibles y exactas. Es decir, la frecuencia debía mantenerse constante; y diferentes aparatos debían proporcionar el mismo valor.
En la década de 1920 un avance importante fue el desarrollo de los osciladores electrónicos de cuarzo. Su frecuencia está determinada por el período delas vibraciones de un cristal de cuarzo tallado.
Hacia el tic tac atómico
Pero los relojes de cuarzo no sirven para ciertas tareas científicas. Por ejemplo, el estudio de los púlsares (estrellas que emiten brotes periódicos de radiación electromagnética), o la contrastación meticulosa de la relatividad y de otros conceptos físicos fundamentales, requieren sistemas de medición del tiempo todavía más exactos.
Según los cálculos de Einstein, la gravedad deforma el espacio y el tiempo. La diferencia de potencial gravitatorio hace que el tiempo transcurra con mayor rapidez a gran altura que en lasuperficie de la Tierra: unas 30 millonésimas de segundo más veloz en la cima del Everest que a nivel del mar.
Solo los patrones atómicos de frecuencia tienen la precisión necesaria para detectar este efecto. Un campo electromagnético puede hacer que un átomo suba de un nivel de energía a otro. El proceso también opera en sentido inverso: si el átomo está en un nivel de energía alto, puede caer a un nivel más bajo y emitir energía electromagnética. Así, el tiempo puede medirse a partir de las frecuencias a las que se emite o absorbe la energía electromagnética. El átomo, en cierto modo, sería como un péndulo maestro cuyo número de oscilaciones marca el paso del tiempo.
En 1967 se definió el segundo sobre la base de un número de oscilaciones del isótopo 133 del cesio, el átomo más estable en aquel momento. Entonces, un reloj atómico es un dispositivo que puede contar cuántas veces oscilan las emisiones de cesio 133.
El tiempo universal está coordinado a través de unos 400 relojes, cuyas señales se reciben en París, en el Departamento de Tiempo de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas (BIPM, por su sigla en francés) que dirige una astrónoma argentina, Felicitas Arias. “Se hace un promedio de cómo se comporta cada reloj, y se le devuelve un informe a cada uno, todos los meses, indicando cuánto le tienen que corregir a su reloj”, explica Valdés.
Hoy no solo la actividad científica y tecnológica, sino también la navegación aérea y marítima, el GPS, la telefonía móvil y las comunicaciones en general dependen de la perfecta sincronización de los relojes atómicos de cesio distribuidos en el mundo.
La búsqueda de una mayor precisión en las unidades de medida llevó a independizarnos de artefactos, siempre cambiantes. Pero tal vez lo que haya cambiado de manera más radical nuestra vida cotidiana haya sido la medición del tiempo. Y hoy estamos muy lejos de aquella época en que el tiempo transcurría, en forma cíclica, al compás de las estaciones.
Millas y kilómetros
La discrepancia entre sistemas de medición hizo que en 1999 se perdiera el primer satélite meteorológico interplanetario, diseñado para orbitar Marte. La NASA formuló las especificaciones en unidades del sistema internacional, pero la empresa que lo construyó, la Lockeed, trabajó en unidades inglesas. El satélite terminó estrellado contra el planeta rojo porque la velocidad especificada en metros por segundo era distinta de la medida en millas por segundo.