Cóctel argentino
Nuevos paradigmas están cambiando la manera de encarar la pelea contra el cáncer. En nuestro país, se desarrollan con éxito distintas estrategias de punta para tratar diferentes tipos de tumores. Todo hace pensar que, como sucede con el sida, en un futuro próximo la combinación de tratamientos permitirá convivir con la enfermedad manteniendo una buena calidad de vida.
«El cáncer no es una enfermedad. Es un conjunto de enfermedades que tienen muy poco de común entre sí», declaraba hace pocos años el bioquímico español Mariano Barbacid, uno de los descubridores –en 1982– del primer oncogén (gen del cáncer) humano hasta entonces conocido.
Es que bajo la denominación genérica de “cáncer” se agrupan más de 150 tipos distintos de tumores cuya única característica común es que son provocados por células del propio cuerpo que, en determinado momento, sufren alguna mutación genética que las hace multiplicarse sin control; primero localmente y, luego, mediante el proceso conocido como “metástasis”, en tejidos distantes.
Esta gran diversidad de tipos tumorales hace que no exista una única estrategia efectiva para tratarlos a todos por igual. Históricamente, la terapéutica del cáncer empezó con la extirpación quirúrgica del tumor. Pero este método sólo es útil para los tumores sólidos (no es aplicable, por ejemplo, para los tumores de células sanguíneas) y puede ser exitoso solamente si se efectúa en etapas tempranas de la enfermedad, cuando la metástasis aún no ha comenzado.
El descubrimiento de los rayos X a finales del siglo XIX dio el puntapié inicial al desarrollo de la radioterapia, una tecnología que en la actualidad emplea radiaciones ionizantes que pueden ser dirigidas con bastante precisión hacia un tumor sólido para matar a las células que lo componen. No obstante, esta metodología también puede afectar al tejido sano circundante.
La segunda mitad del siglo XX trajo consigo el desarrollo de la quimioterapia, es decir, el tratamiento del cáncer con sustancias químicas. A diferencia de la cirugía o la radiación –que actúan sobre una determinada área del cuerpo–, la quimioterapia casi siempre se usa como tratamiento sistémico, es decir, se administra por diferentes vías para que alcance la circulación sanguínea y viaje por todo el organismo hasta las células cancerígenas, dondequiera que ellas estén.
La gran mayoría de los fármacos quimioterapéuticos actúan inhibiendo la división celular y, por lo tanto, afectan sólo a aquellas células que se están reproduciendo activamente, como las cancerígenas. Pero el problema de estas drogas es que no discriminan entre células tumorales y células normales. La consecuencia de ello es que aquellos tejidos que están en permanente renovación –como por ejemplo la piel, las células sanguíneas o las que generan el cabello– también se ven afectados por la quimioterapia, lo cual resulta en efectos secundarios que pueden complicar la salud del paciente. Es así que, para paliar estas derivaciones no deseadas del tratamiento, en muchos casos se suelen utilizar dosis menores a las necesarias para aniquilar el tumor.
La búsqueda de sustancias químicas que actúen sobre las células malignas de manera selectiva –es decir, sin afectar a las células normales– llevó a que, en los últimos años, emergieran las llamadas “terapias dirigidas”. Estos nuevos medicamentos, muchos de los cuales se usan junto con la quimioterapia convencional, apuntan específicamente a “blancos moleculares”, es decir, atacan a moléculas particulares que están implicadas directa o indirectamente en el crecimiento de tumores.
Entre las terapias dirigidas se incluyen las denominadas “terapias biológicas”, que utilizan organismos vivos, sustancias procedentes de organismos vivos o versiones sintéticas de tales sustancias para tratar el cáncer.
En este campo, la Argentina cuenta con equipos de científicos que, con distintas estrategias, realizan trabajos de punta en el contexto mundial. Algunos productos de estas investigaciones ya alcanzaron las etapas clínicas de investigación, es decir, están siendo probados en seres humanos.
Otro paradigma
Hasta el comienzo de la década de 1990, todo el arsenal terapéutico para luchar contra el cáncer estaba dirigido a atacar el tumor. Pero en marzo de 1996, un trabajo científico publicado en la prestigiosa revista Science cambió la manera de pensar la contienda. En ese estudio, dirigido por el investigador estadounidense James Allison, se había decidido orientar la artillería hacia el sistema inmune del huésped.
La pregunta que sobrevolaba al mundo de la inmunología por ese entonces era ¿por qué las defensas del organismo atacan y destruyen a las bacterias, virus y otros organismos extraños pero no hacen lo mismo con las células tumorales? Por entonces se sabía que el sistema inmune se autorregula. Es decir, una vez que logra eliminar del cuerpo algo que no reconoce como propio, detiene esa acción.
A finales de la década del 80, un equipo de investigadores franceses había descubierto una de las moléculas responsables de poner ese freno a la respuesta inmune: la proteína CTLA-4. Pero los franceses no estaban pensando en el cáncer, y Allison sí.
El estadounidense decidió entonces “ponerle un freno a ese freno” con el objetivo de determinar si, de esa manera, conseguía potenciar la respuesta inmunológica contra el cáncer. Para ello, “fabricó” un anticuerpo específico contra la proteína CTLA-4 y se lo inyectó a un grupo de ratones con tumores de colon. El experimento demostró que la inhibición de CTLA-4 por medio del anticuerpo no sólo eliminaba las células malignas sino que, además, impedía el crecimiento de un nuevo tumor.
Aunque no pudieron responder la pregunta acerca de cómo hacen los tumores para evadir el sistema inmune, Allison y sus colegas habían cambiado la dirección de la mira hacia un objetivo hasta entonces impensado. A tal punto, que pasaron varios años hasta que una empresa farmacéutica tomó la decisión de adquirir los derechos para probar la efectividad del anticuerpo en seres humanos.
En la actualidad, se están efectuando numerosos estudios clínicos con distintos anticuerpos. El éxito alcanzado hasta el momento con esos tratamientos llevó a que, en 2013, la revista Science decidiera que la inmunoterapia contra el cáncer fuese considerada el avance científico del año.
Anticuerpos argentinos
Hace poco más de diez años, un 23 de marzo de 2004, la revista Cancer Cell –una de las publicaciones científicas más prestigiosas del mundo– titulaba en su portada “El dulce beso de la muerte” para referirse a los sorprendentes resultados de una investigación llevada a cabo por científicos argentinos.
Aquel trabajo, liderado por el doctor Gabriel Rabinovich –investigador del CONICET y profesor en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA–, había demostrado que una proteína producida por tumores, la Galectina 1 (Gal-1), era la responsable de que las defensas del organismo no atacaran a las células cancerosas. Los investigadores habían descubierto que la Gal-1 se une a ciertos azúcares presentes en la superficie de los linfocitos T –células encargadas de protegernos– llevándolos a la muerte. De esa manera, el tumor “se deshace” de la amenaza que para él significa el sistema inmune del huésped y puede seguir prosperando.
Hace pocos días, el 13 de febrero de este año, una publicación científica aun más prestigiosa, la revista Cell, puso en su tapa otro trabajo del equipo de Rabinovich que marca un nuevo hito en la lucha contra el cáncer: los investigadores descubrieron el mecanismo por el cual ciertos tumores no responden al tratamiento.
Se sabe que las células malignas se reproducen muy rápidamente y que, para ello, requieren de grandes cantidades de oxígeno. Para satisfacer esa necesidad, estimulan la formación de vasos sanguíneos –proceso denominado angiogénesis– que les provean de ese y otros nutrientes. Los vasos sanguíneos se conforman fundamentalmente con un tipo de células, denominadas endoteliales, que crecen principalmente por la acción de una molécula denominada Factor de Crecimiento del Endotelio (VEGF, por sus siglas en inglés). Así, cuando el VEGF se une a receptores presentes en la superficie de la célula endotelial, estimula la creación de nuevos vasos.
El descubrimiento de ese mecanismo llevó al desarrollo de un medicamento –el bevacizumab– conformado por anticuerpos anti-VEGF, que neutralizan la acción del VEGF impidiendo que se una al receptor endotelial y, por lo tanto, evitando que se formen nuevos vasos sanguíneos. Este fármaco ha permitido controlar un gran número de tumores. No obstante, muchos cánceres no responden a este tratamiento y otros, que en un principio responden muy bien, dejan de hacerlo después de un cierto tiempo.
“La gran pregunta que nos hicimos al comenzar con este trabajo fue ¿por qué sucede esto?”, comenzó diciendo Rabinovich. Trabajando con ratones, lograron llegar a una respuesta: “Encontramos que, cuando se bloquea al VEGF, entra en acción la Galectina 1 producida por las células tumorales, que se une a los mismos receptores a los que se unía el VEGF y realiza la misma función. Es decir, estimula el crecimiento de los vasos sanguíneos y permite que el tumor siga creciendo”. La particularidad de esta “angiogénesis compensatoria” (así la denominan) es que, si bien la Gal-1 se une al mismo receptor –y cumple la misma función– que el VEGF, la unión de la Gal-1 –a diferencia del VEGF– se efectúa a través de ciertos azúcares que están unidos a ese receptor.
“Comprobamos que los tumores que son refractarios al tratamiento con anti-VEGF son aquellos en los que los receptores exponen libremente esos azúcares, lo que permite que la Gal-1 se una a ellos sin inconvenientes y estimule la angiogénesis”, explica Rabinovich. “En cambio, en los tumores donde funciona perfectamente el tratamiento anti-VEGF porque no hay angiogénesis compensatoria, lo que sucede es que los azúcares no están libres, sino que están cubiertos por un ‘escudo’ de ácido siálico, que es otro tipo de azúcar, que evita la unión de Gal-1 y, por lo tanto, no se forman nuevos vasos sanguíneos”, completa.
Hasta llegar a ser publicado en Cell, el trabajo argentino sobrellevó numerosas idas y vueltas, porque los referís que lo evaluaban sugerían nuevos experimentos. “El artículo lo enviamos por primera vez en el año 2010”, cuenta Rabinovich. No obstante, durante esos años de expectativa, no se quedaron de brazos cruzados: “Mientras esperábamos, pensamos en crear una alternativa al tratamiento con anti-VEGF y fue así que hace unos años desarrollamos un anticuerpo anti-Galectina-1”, comenta, y revela: “Lo aplicamos a ratoncitos que tenían tumores refractarios al tratamiento con anti-VEGF y logramos revertir esa refractariedad, porque con el anticuerpo secuestramos a la Gal-1 y entonces impedimos la angiogénesis compensatoria”.
Vacuna argentina
La terapia con anticuerpos puede funcionar en tanto se administre de manera regular. De lo contrario, como sucede con cualquier medicamento, a medida que ejerce su acción en el organismo su concentración va disminuyendo hasta agotarse.
Otra forma de inmunoterapia contra el cáncer son las llamadas vacunas terapéuticas, cuyo fin último es que el sistema inmune aprenda a reconocer las células malignas y “guarde” ese aprendizaje en su memoria para que la acción antitumoral se prolongue en el tiempo. “Nosotros buscamos enseñarle al cuerpo a crear una resistencia contra un tumor determinado”, señala el doctor José Mordoh, investigador del CONICET en la Fundación Instituto Leloir y pionero en nuestro país en el desarrollo de la inmunoterapia contra el cáncer.
Mordoh y su equipo diseñaron una vacuna para tratar el melanoma, un cáncer de piel muy frecuente y agresivo que, si no es detectado tempranamente, suele ser mortal. “La vacuna apunta a dos blancos diferentes. Por un lado, estimula la respuesta inmune innata, que es rápida pero inespecífica y, por otro lado –mediante un proceso que requiere semanas o meses para desarrollarse–, promueve la activación de todo un sistema más refinado, que tiene memoria y que ataca específicamente a las células tumorales”, explica.
Para efectuar esa doble acción, la vacuna está compuesta por tres elementos. Uno de ellos es la BCG (la vacuna contra la tuberculosis), que estimula de manera rápida y potente la respuesta inmune innata en el sitio de vacunación. El segundo componente son células de melanoma que fueron muertas por irradiación. Finalmente, el tercer elemento de la vacuna es una sustancia denominada GM-CSF, que atrae rápidamente hacia el sitio de inoculación a las células dendríticas, un tipo de glóbulos blancos que son claves en la activación de la respuesta específica.
Así, cuando las células dendríticas llegan al lugar del pinchazo, fagocitan a las células de melanoma muertas e identifican sus antígenos (proteínas que son propias de esas células tumorales y, por lo tanto, extrañas al organismo). Luego, las células dendríticas viajan hacia los ganglios linfáticos donde “les enseñan” esos antígenos a los linfocitos T (otra clase de glóbulos blancos) para que “aprendan” a reconocerlos. Finalmente, esos linfocitos T serán los que atacarán a las células del melanoma de manera específica. Al mismo tiempo, mantendrán durante largo tiempo “en su memoria” el “recuerdo” de esos antígenos invasores, lo que les permitirá reaccionar rápidamente ante la aparición de una nueva célula maligna, y destruirla.
“Tras doce años de pruebas clínicas con la vacuna contra el melanoma, nos encontramos en la última fase de esos estudios, donde el 70% de los pacientes permanecen libres de la enfermedad”, declara Mordoh.
Virus argentinos
“Para nosotros, al cáncer hay que verlo como un tejido conformado por distintos tipos de células. Por lo tanto, nuestro trabajo está dirigido a atacar a todas las células que componen esa estructura, no solo las tumorales”, sostiene el doctor Osvaldo Podhajcer, investigador del CONICET en la Fundación Instituto Leloir.
El grupo dirigido por Podhajcer manipula el genoma del adenovirus –el que provoca el resfrío común– para construir “virus terapéuticos” que infecten y destruyan específicamente a las células que componen un tumor. Para ello, insertaron en el adenovirus distintas secuencias de ADN que se activan solamente cuando se dan ciertas condiciones, propias del microambiente del tumor.
“Buscamos que el virus se multiplique únicamente en un contexto de hipoxia o inflamación, que es algo característico del microambiente tumoral. También, como cerrojo para proteger a las células normales, al virus le agregamos una secuencia de ADN que sólo se activa en presencia de la proteína SPARC, que es una molécula que está presente en las células tumorales y en los fibroblastos y el endotelio que rodean el tumor”.
La quimera viral también incluye al gen que gobierna la producción de GM-CSF, lo cual permite que, conjuntamente con la activación del virus, se produzca la llegada de las células dendríticas hacia el lugar, las que dispararán la respuesta inmune específica potenciando la acción antitumoral.
“Estamos trabajando con melanoma y con tumores de páncreas, de ovario, gástrico, y de colon. Con este último estamos a las puertas de iniciar los ensayos clínicos”, revela Podhajcer.
Futuro de convivencia
La cantidad de casos de cáncer seguirá creciendo y un factor determinante para que eso ocurra es el aumento de la expectativa de vida. Vivir más tiempo incrementa la probabilidad de que alguna célula del cuerpo sufra una mutación que desencadene la enfermedad.
Aunque algunos cánceres se curan, la gran variedad de tumores hasta ahora conocidos, y la alta variabilidad de algunos de ellos hace improbable –al menos en el corto plazo– que se los pueda sanar a todos. No obstante, el corpus creciente de conocimiento sobre este conjunto de patologías y el consecuente desarrollo de nuevas formas de tratarlas, así como el diagnóstico temprano, están aumentando la sobrevida de los pacientes.
“Todavía no hay forma de que una única droga sea capaz de eliminar un tumor”, opina Podhajcer. “Así como los cócteles de drogas funcionaron perfectamente para la infección por VIH, creo que para el tratamiento del cáncer también va a aparecer la idea de los cócteles que extiendan la sobrevida”, concuerda Rabinovich y añade: “Se trata de ir ganando tiempo”.