A las puertas del infierno
Alberto Caselli dirige el Grupo de Estudio y Seguimiento de Volcanes Activos y pasa junto con su equipo jornadas de intenso trabajo intentando desentrañar el interior del Copahue, Lanín, Decepción y Peteroa con el fin de predecir futuras erupciones. En esta nota revive sus experiencias de montaña.
Medir, medir y medir. Auscultar a gigantes volcánicos es su tarea cotidiana de campo. El día de trabajo había concluido y las mediciones del incansable Peteroa en los Andes mendocinos mostraban mayores signos de actividad que el año anterior. ¿Sería una señal previa a una erupción? El geólogo Alberto Caselli regresó con sus planteos a cuestas junto con su equipo a la base del campamento para pasar la última noche antes de volver a casa. Era la madrugada del 27 de febrero de 2010. Agotado, no tardó en dormirse. De repente, un ruido y un movimiento alarmante lo sobresaltan. “Me desperté porque una cuadrilla de caballos pasó enloquecida por encima de nuestras carpas, nos llevaba los tientos”.
La tropilla pasó. Caselli no entendía qué desesperaba tanto a esos animales, pero el cansancio pudo más y solo pensó en volver a dormirse. En eso estaba, cuando un terrible sacudón lo volvió a poner de pie. “Enseguida salí porque pensé que era el volcán. Me quería parar y me caía. Todo se movía. Era una noche con luna que permitía ver el contorno del Peteroa, pero no me dejaba divisar si salía algo del cráter. Luego vimos nubes más claritas que bajaban del flanco del volcán y de otros lugares. No sabíamos qué era. ¿Sería el sismo que precede a una erupción? Porque el magma cuando comienza a ascender empieza a quebrar rocas”, explica Caselli, y enseguida describe: “Uno escucha como un bramido de la tierra, similar al sonido del subte”.
¿Qué estaba ocurriendo debajo de sus pies? Si era un terremoto a raíz del volcán, justo estaban en la platea del infierno. “Acampábamos –señala– en el peor lugar del valle, donde están los depósitos de flujos piroclásticos (mezcla ardiente de gases y sólidos)”. Atinaron a ir a la camioneta a escuchar la radio local y el informativo daba cuenta que en Malargüe, la ciudad más cercana, ubicada a 200 kilómetros, todo se había movido. Enseguida fueron hasta el puesto de Gendarmería y allí se enteraron de que el epicentro del sismo era a esa misma latitud del otro lado de la Cordillera, en Concepción, en Chile. Después se sabría que fue uno de los seis terremotos más fuertes registrados en la historia de la humanidad.
Caselli es director del Grupo de Estudio y Seguimiento de Volcanes Activos de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (FCEyN-UBA), y, junto con su equipo, monitorea el Copahue y el Lanín (ambos en Neuquén); Decepción, en la Antártida, y el más reciente que se sumó a la red es el Peteroa de Mendoza, que eclosionó en septiembre pasado. “Si bien la mayor cantidad de volcanes activos en la Cordillera de los Andes se hallan del lado de Chile, nuestro país posee un buen número de ellos y es muy poco o casi nada lo que sabemos de su historia reciente”, relata.
En geología, historia reciente significa remontarse miles de años, porque los tiempos son diferentes. Cientos de años casi equivalen a un segundo. “Un volcán se considera activo cuando ha tenido actividad en los últimos diez mil años”, precisa. El Lanín, por ejemplo, lo es, pues las últimas erupciones datan de hace 2100 y 1600 años, según indica.
Caselli insiste en la necesidad de medir, estudiar, observar. “En la Argentina no tenemos antecedentes como en otros lugares, donde se viene trabajando desde hace décadas en el seguimiento de un mismo volcán. La idea es empezar a recopilar información para tener parámetros con los cuales se pueda comparar en el futuro. Si bien presentan características generales comunes, cada volcán es único en su estructura, tipo de magma, etc. El objetivo es conocerlos, porque, para predecir una erupción, primero hay que saber cómo funciona el sistema en particular”, sostiene.
En cada volcán a examinar, se instalan equipos geológicos, sísmicos y geoquímicos. En el caso del Copahue, a este pesado instrumental se le suman antiparras y máscaras con filtro, que los investigadores cargan durante más de tres horas de caminata hacia la cima luego que una camioneta los deja cerca de Caviahue, el lugar más próximo donde un vehículo puede llegar.
Arriba, a los 2900 metros de altura, los espera el cráter del Copahue, que tiene una laguna de aguas gris-verdosas a 40 grados de temperatura y muy ácidas. “En el centro presenta fumarolas permanentes que arrojan dióxido de azufre, ácido sulfídrico y ácido clorhídrico, que enseguida afectan la nariz, los ojos y la garganta. Los gases –describe– son irritantes, por este motivo llevamos máscara y antiparras. Además, en general suele haber viento. He pasado más frío allí que en la Antártida”.
En el espejo de agua de unos 200 metros de diámetro y unos 40 metros de profundidad, los científicos sumergen “instrumental de acero inoxidable que en segundos queda negro por la corrosión. Se trata de estar muy poco tiempo en la cima porque las mucosas enseguida se saturan”, dice. Luego de hacer esta incursión en este paisaje dantesco, y con todas las muestras de agua, gases y mediciones registradas, los investigadores descienden y pernoctan en la localidad de Caviahue.
“¿Y cómo está el volcán?”, suelen consultarle los pobladores, como si le preguntaran por algún integrante de su familia, cada vez que se topan con Caselli en el supermercado de la villa de Caviahue. “Es una comunidad que tiene mucho miedo a la erupción, y mucho desconocimiento. Por eso, ellos nos piden charlas informativas. Hay días que del volcán salen fumarolas muy intensas, y se producen terremotos en forma muy seguida, por eso hay temor”, plantea. También la población tiene un recuerdo reciente, dado que en el año 2000 el volcán arrojó cenizas que mostraron su fuego interno.
Contrastes en Decepción
Cuando ocurre lo tan temido del volcán, “lo peor no son los ríos de lava, porque éstos corren lentos, sino que lo más preocupante son los flujos piroclásticos que pueden formar nubes a 800 grados de temperatura y van a 200 kilómetros por hora. Si es una erupción explosiva, uno se debe alejar. Por ejemplo, en la isla Decepción, en la Antártida, se debe ir a un campamento más alejado y pedir ayuda. En 1967, además de la erupción hubo pequeños tsunamis, y el nivel del agua subió dos metros en diez minutos”, indica Caselli.
La isla Decepción es “un anillo de quince kilómetros de diámetro y en su interior hay un gran lago de agua de mar que sería el cráter, de 200 metros de profundidad”, especifica. El paisaje es casi en blanco y negro. “Es blanco por la nieve, y negro, por el material piroclástico. Hay conos volcánicos de cien metros de altura”, grafica. Llena de contrastes, Decepción es el único lugar en la Antártida donde uno puede veranear y pasar un día de playa. De hecho, los turistas de los cruceros internacionales desembarcan allí para zambullirse en las aguas australes calefaccionadas por el volcán. Y, una vez por campaña, también acuden a “bañarse” los investigadores. “Uno se sumerge en agua a 50ºC pero puede venir una oleada que está a 4ºC –detalla–. A lo sumo, se puede estar unos quince minutos en el mar. Lo más difícil es salir del agua porque el viento y el frío son intensos. Es una experiencia interesante”.
Ese momento placentero es uno de los pasatiempos a lo largo de dos meses de campaña de verano, al igual que compartir un asado o una paella –según quien sea el anfitrión– con los científicos de la base española ubicada a un kilómetro de distancia de la estación argentina. “Cuando los españoles nos visitan, si bien ven que nuestra base es vieja, dicen que tiene un calorcito especial. Es que ellos tienen Internet y cada uno está aislado en su computadora. Nosotros no estamos conectados a la red y ello lleva a que hablemos más entre nosotros”, compara.
Con los científicos españoles también pueden efectuar la rutina diaria que comienza a las 8 de la mañana con la salida en bote a distintos puntos de la isla. “En realidad, sería mejor trabajar de noche porque hay menos viento y siempre hay algo de luz en esas latitudes, pero al organismo le cuesta adaptarse al horario nocturno”, puntualiza. Ninguna tarea se hace en soledad, para que siempre haya otro que brinde o pida ayuda. Entre los quehaceres cotidianos se hallan las anotaciones de la temperatura de las fumarolas que los rodean, revisar los sismógrafos y, en ocasiones, levantar perfiles de los afloramientos.
Si no se avistaron tormenta, viento blanco o algún motivo para adelantar la retirada, los investigadores regresan a las 6 o 7 de la tarde a la base con los datos y muestras para estudiarlos. “Cuando es normal la actividad volcánica, no tenemos apuro –expone–. Pero claro, cuando los registros dan cuentan de anomalías, allí surge la gran pregunta: ¿Cuándo es el momento en que uno debe decidir irse? Porque uno siempre quiere seguir midiendo”, concluye. Medir, medir y medir a esa colosal fuerza de la naturaleza, fascinante y pavorosa.