Terapia Génica

Avatares de una ilusión

Los años 90 marcaron el inicio de los experimentos en humanos dirigidos a tratar enfermedades genéticas mediante el remplazo de un gen “defectuoso” por su versión “sana”. La cura de los llamados “chicos de la burbuja” a través de esta técnica generó expectativas. Pero los resultados que se sucedieron disiparon muchas fantasías. Hoy se renuevan las perspectivas alentadoras.

27 Mar 2015 POR
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Hace veinte años, la terapia génica se presentaba como una “nueva arma contra el cáncer”. La realidad actual contrasta con aquellas expectativas en torno a la potencialidad de esta tecnología. Pero, en términos de lo que lleva un desarrollo científico, el tiempo transcurrido hasta ahora es, prácticamente, un pestañeo histórico. Foto: Diego Cantalapiedra/Flickr.

Hace unos veinte años, los medios de comunicación comenzaban a dar a conocer una novedosa estrategia dirigida al tratamiento de ciertas enfermedades genéticas. Hacía su aparición la terapia génica, una técnica que posibilita la introducción de genes “sanos” en pacientes con genes “defectuosos” con el objetivo de reparar el origen de la afección. En otras palabras, se trataba de una nueva forma de tratamiento no convencional que intentaba corregir la causa genética que origina una dolencia y no sólo sus efectos.

Eran tiempos en los que, ante los primeros resultados alentadores, la comunidad científica se mostraba entusiasmada.

Burbujas

El 20 de octubre de 1995, la prestigiosa revista científica Science daba a conocer los resultados de un ensayo de terapia génica -iniciado en 1990- llevado a cabo en dos chicos que padecían el Síndrome de Inmunodeficiencia Combinada Severa, una enfermedad genética que suele manifestarse durante el primer año de vida y que hace que el sistema inmunológico sea incapaz de defender al organismo de cualquier agente infeccioso. Por este motivo, quienes nacen con esta patología deben vivir completamente aislados y, por ello, suelen ser conocidos como “niños burbuja”.

Aquel artículo de Science informaba que, aunque de manera parcial, los chicos habían recuperado su respuesta inmune. Gracias a ello, habían podido salir de la burbuja. Según los autores de aquel trabajo podía concluirse que “la terapia génica puede ser segura y efectiva”.

No obstante, en 1999, el uso clínico de la terapia génica provoca la primera muerte. Jesse Gelsinger tenía 18 años y, debido a la mutación de un gen, padecía una deficiencia de la enzima ornitina decarboxilasa, lo cual afectaba la capacidad del hígado para eliminar el amonio, un subproducto tóxico del metabolismo de las proteínas.

“En ese momento, en Estados Unidos y en Europa se detuvieron todos los estudios clínicos con terapia génica”, recuerda Osvaldo Podhajcer, investigador del CONICET en la Fundación Instituto Leloir y pionero en la Argentina en el desarrollo de este procedimiento.

Finalmente, las investigaciones del caso determinaron que la muerte era atribuible a serias irregularidades en el procedimiento con el que los médicos efectuaron el tratamiento. Entonces, los estudios vuelven a ponerse en marcha.

En 2002, la revista Science publica los resultados de un ensayo clínico con dos «chicos burbuja». “Ese trabajo demostraba que la terapia génica posibilita la cura de la enfermedad. De hecho, los chicos volvieron a llevar una vida normal. Incluso, uno de ellos se contagió con varicela y se curó por la respuesta inmunológica propia”, destaca Podhajcer.

Pero, en 2008, un trabajo científico publicado en el Journal of Clinical Investigation informaba que cuatro “chicos burbuja” que habían sido tratados mediante terapia génica desarrollaron leucemia. Según el mismo artículo, tres de ellos pudieron salvarse con quimioterapia. El cuarto falleció. “Fue lo que se llamó ‘el infierno tan temido’”, recuerda Podhajcer.

Vehículos genéticos

Una de las técnicas más utilizadas para introducir genes “sanos” en las células es el uso de un tipo particular de virus llamados retrovirus, aprovechando la capacidad natural de estos microorganismos para ingresar a las células e integrarse -con su material genético- al ADN celular. Para ello, se los modifica genéticamente con el fin de incorporarles el gen de interés y para que no produzcan enfermedad.

“Para el año 2010 empezó a quedar claro que las leucemias habían sido causadas porque los retrovirus se insertaron en lugares del genoma donde se activan ciertos oncogenes, es decir, genes que provocan cáncer”, aclara Podhajcer. “Cuando se entendió cuál era la causa de esas leucemias se modificaron los retrovirus y los lentivirus que también se integran al genoma. Desde entonces, no hubo ningún caso más. Hoy hay más de 45 ‘chicos burbuja’ curados gracias a la terapia génica”, explica.

Otro de los métodos utilizados para transferir un gen terapéutico al interior de las células es el uso de liposomas, que son pequeñas “bolsitas” de grasa que, cuando entran en contacto con la membrana celular, se funden con ella y descargan su contenido genético en el interior de la célula que se quiere tratar. En los últimos años, esta tecnología ha evolucionado notoriamente: “Este tipo de terapia génica no viral ahora forma parte de la nanomedicina”, señala Podhajcer.

Según el investigador, los liposomas miden entre 100 y 150 nanómetros -un nanómetro es la mil millonésima parte del metro- y llevan en su superficie anticuerpos específicos que permiten dirigir los liposomas hacia las células elegidas como blanco del tratamiento. “Nosotros, como otros grupos en el mundo, estamos trabajando en esto”.

Promesas incumplidas

Hace veinte años, la terapia génica se presentaba como una “nueva arma contra el cáncer”. En particular, se imaginaba que la introducción de p53 -un gen supresor del cáncer- en las células tumorales podía servir para tratar algunas formas de esta patología. “Lo que se anunciaba en ese momento acerca de p53 como posibilidad terapéutica era impresionante. Sin embargo, no se ha avanzado de acuerdo con aquellas expectativas”, comenta Podhajcer.

También se pensaba en aquellos tiempos en la introducción de “genes suicidas” en las células tumorales. La estrategia imaginada, originalmente ideada para atacar tumores cerebrales, consistía en transferir a las células cancerosas el gen responsable de la producción de una proteína que hace que dichas células sean sensibles a un medicamento que las destruye. De esta forma, aquellas células que hubieran recibido el gen y produjeran la proteína en cuestión activarían dicha medicina y morirían.

“Aquel estudio llegó a la fase III de investigación clínica pero se vio que no mejoraba la sobrevida de los pacientes. No obstante, la idea de gen suicida, es decir, de introducir en la célula un gen que la haga susceptible a la acción de un medicamento, sigue existiendo”, ilustra Podhajcer.

Veinte años no es nada

La realidad actual de la terapia génica contrasta con las fuertes expectativas generadas en sus inicios por la comunidad científica –muy acompañadas por la prensa- en torno a la potencialidad de esta tecnología. Pero, en términos de lo que lleva un desarrollo científico, el tiempo transcurrido desde que se comenzó con los primeros estudios clínicos hasta ahora es, prácticamente, un pestañeo histórico.

“Posiblemente había intereses comerciales y de los mismos sectores de la comunidad científica dedicada al tema que hicieron que se llegara demasiado rápido a los estudios clínicos con el objetivo de salir pronto con un producto al mercado”, considera Podhajcer.

Como se esperaba hace veinte años, la terapia génica está progresando significativamente en el campo de las enfermedades monogenéticas, es decir, las que son causadas por un solo gen. “Particularmente, aquellas en las cuales uno puede sacar las células del paciente, modificarlas genéticamente y restituirlas al organismo, como es el caso de las patologías de la sangre”, acota Podhajcer.

El procedimiento se complica cuando hay que trabajar “in vivo”, es decir, con el paciente “completo” y no sólo con algunas de sus células. En este caso, el virus que porta el gen “sano” debe sortear ciertos obstáculos para alcanzar su destino. “Una de las dificultades es que más del 80% del virus es captado por el hígado antes de llegar a las células que uno quiere tratar”, ejemplifica.

Según Podhajcer, para el diseño del tratamiento es esencial comprender profundamente las características de la enfermedad que se pretende atender y, en función de ello, cuál es el mejor vehículo a utilizar para que el “gen sanador” cumpla su objetivo. “No es lo mismo si es una enfermedad localizada o diseminada, o si se necesita que el gen se exprese durante un tiempo o permanentemente”, consigna. “Por otro lado, no sólo hay que lograr que el virus no sea captado por el hígado sino, también, que se dirija específicamente a las células blanco. Y en el caso de tumores, también hay que conseguir que el virus penetre la masa tumoral. Además, no es fácil producir virus en gran escala, y no es lo mismo preparar un lentivirus que un adenovirus, un retrovirus o un herpes”, añade. “En definitiva, yo diría que hoy lo menos complicado de esta técnica es la preparación del gen terapéutico”, concluye.

Veinte años después, la terapia génica ha recuperado su estatus promisorio. “Creo que ha logrado ya un lugar central en el tratamiento de las enfermedades metabólicas monogenéticas pero también en los cánceres más avanzados, en los que no es fácil desarrollar tratamientos exitosos”, considera. “De hecho, quienes trabajamos en terapia génica en cáncer lo hacemos en modelos animales que reproducen el cáncer diseminado”.