De la naturaleza a su mesa
El biólogo Eduardo Rapoport nació en Buenos Aires, se graduó en la Universidad de La Plata donde también obtuvo su doctorado en 1956. Los vaivenes políticos lo empujaron por un largo periplo con varias idas y venidas, acompañado siempre por un crecimiento científico y un reconocimiento en aumento. Descubrió decenas de especies nuevas y desde hace 20 años que trabaja en el estudio de malezas comestibles, a las que denomina “buenezas”.
Rapoport pasó también por la Universidad del Sur en Bahía Blanca, el Instituto de Zoología Tropical en Venezuela, la Fundación Bariloche, el Instituto Politécnico Nacional de México y finalmente por la Universidad Nacional del Comahue, de la que es profesor emérito, también es investigador del CONICET. Se inició en la biología como filósofo y como taxónomo.
Durante la revolución molecular, los estudiantes de Biología veían a los taxónomos como meros coleccionistas…
Es totalmente cierto. Con seguridad éramos simplemente eso: coleccionistas. La mayoría de los biólogos del CONICET eran taxónomos, pero también anatomistas y evolucionistas, y su mayor vinculación estaba en los museos. Pero la biodiversidad tiene su lógica, y sus inferencias. Empecé estudiando unas pequeñas avispas, pero ese tema fracasó: cuando tomé el tema desaparecieron las avispas. La Ley de Murphy ya existía en esa época. Entonces me dediqué a estudiar el proceso de humificación de los suelos y a comprender cómo viven y se alimentan los organismos y al mismo tiempo van generando el humus.
La deriva científica de Rapoport lo explica: su inicio como taxónomo lo llevó a la ecología (sobre todo, la ecología de los suelos), luego a la ecología geográfica y a la biogeografía. Sus principales logros se inscriben en la ecología de especies invasoras, ecología urbana, y su tema más reciente, el estudio de los yuyos comestibles.
Ya desde hace 20 años venimos trabajando en un asunto que tiene tanto de práctico como de académico, el estudio de las malezas comestibles (que bien podríamos llamar buenezas en lugar de malezas) que pueden ayudar a paliar, en parte, el hambre del mundo. La palabra yuyo deriva del quechua y significa planta comestible, hortaliza. Las primeras mediciones que hicimos en Bariloche nos dieron que podíamos extraer alrededor de una tonelada de comida por hectárea. Por hectárea improductiva, por manzana de terreno baldío o por banquina, campo abandonado, huerto (fuera de las cultivadas), jardín, calles suburbanas, etcétera. A medida que avanzaron los estudios encontramos que el rendimiento potencial era mucho mayor. Llegamos a calcular siete toneladas por hectárea, y eso es fenomenal. La gente tiene ahí, al lado de su casa, la comida esperándola y sólo tiene que saber encontrarla.
Aunque la realidad mundial es que la población es cada vez más urbana…
Es cierto, pero la población rural también puede padecer hambre. Posiblemente las malezas comestibles no resuelvan el problema del hambre en el mundo, pero tal vez se trate de un paliativo significativo sobre todo porque interesa a uno de los segmentos poblacionales que más lo necesita. En los espacios periurbanos y rurales se sitúa una población muy carenciada a la que este asunto le interesa. He pasado unas tardes muy placenteras llevando este conocimiento a escuelas. A los chicos les encanta aprender a reconocer las plantas comestibles. Hemos preparado algunas recetas de cocina, nos divertimos, y volvemos a casa con la panza llena. Las maestras también se entusiasman. Lamentablemente, en cambio, las autoridades educativas no son receptivas a estos emprendimientos.
Volvamos a la academia. A la biogeografía y a la ecología, en general, les está faltando atender el problema del crecimiento poblacional.
Efectivamente, hay ahí un silencio preocupante. Los científicos deberían hacer oír su voz para advertirle a los gobernantes que el crecimiento poblacional a nivel mundial nos lleva a la catástrofe. A veces siento como que estamos en un bote y nos dejamos llevar por un río que nos lleva a una catarata mortal… y que nadie en el bote dice nada. Nosotros sabemos lo que hay río abajo. Yo, por suerte, no lo voy a ver a mis 86 años. Pero sí: tenemos que decirlo. Es muy curioso que sea un tema ausente en casi toda la investigación en ecología. Aunque hay algunas voces de alarma muy sagaces; por citar alguna, le recomiendo el libro de Jared Diamond Colapso, basado en el estudio de algunas islas del Pacífico, que muestra palmariamente cómo el crecimiento poblacional deriva en la autodestrucción de los pueblos. Es tan bueno como sus anteriores El tercer chimpancé y Armas, Gérmenes y Acero.
Libros con un fuerte encuadre evolutivo…
Se trata de un claro ejemplo del desbarajuste biológico que acarrea el crecimiento de la población mundial. El pobre Darwin debe de estar revolviéndose en su tumba. Mezclas de biotas ocurrieron muchas veces en la historia geológica, pero en tiempos evolutivos, en tiempos muy largos. El ser humano está acelerando terriblemente estas mezclas y las consecuencias son siempre desagradables: extinciones masivas. En la actualidad estamos mezclando el mundo entero. Antes de recalar en Bariloche trabajé sobre este asunto en el Jardín Botánico de Londres… ahí creo haber convencido a bastante gente. Ya en Bariloche me dediqué al estudio de las invasiones de especies exóticas –especialmente plantas–, de dónde vienen, cómo se distribuyen, qué es lo que producen.
Pero las invasiones no sólo traen aparejados perjuicios, es probable que aparezcan de vez en cuando beneficios.
Es cierto, a veces aparecen –impensados– beneficios. Con la ayuda de tres becarias, Ana H. Ladio, Estela Raffaele y Luciana Ghermandi (ya tienen todas la categoría de Investigador Independiente), nos dedicamos a estudiar cuánta comida silvestre hay por hectárea urbana y periurbana. A ese valor que le comenté antes (un promedio de 1,3 toneladas de alimento y hasta 7 de máximo por hectárea) llegamos persiguiendo fundamentalmente a las exóticas. Este trabajo lo hicimos paralelamente en México, con Martha Díaz-Betancourt e Ismael López-Moreno, y allá los números eran mayores: 2 toneladas de promedio y 10 de máximo. Pero fíjese que esos yuyos uno los corta –y se los come– y después vuelven a crecer. Y se pueden hacer hasta tres cosechas por año. Haga las cuentas.
Todo un número como para dejarlo tirado en el jardín. De modo que el conocimiento de la biota tiene un correlato económico que no hay que desatender. ¿Digo bien? ¿Hay un conflicto irresoluble entre conservación y desarrollo económico?
Si se trata de un desarrollo sustentable, no hay conflicto. Por otro lado, si no reservamos áreas naturales, perdemos riquezas genéticas fenomenales que podrían servirnos para el futuro de la humanidad. En 1999 hice una estimación de lo que perdimos en la Provincia de Buenos Aires con la introducción de vacas y caballos cimarrones europeos: perdimos entre 1.700 y 2.300 especies de plantas, y de ellas, la cuarta parte era comestible. Y aparte están las medicinales e industriales… y también las ornamentales.
¿Cómo percibe al sistema científico argentino en la actualidad?
Yo creo que ha mejorado notablemente. Yo mismo me quedo sorprendido. Argentina aparece en las mejores revistas internacionales de biología. Imagínese que en mis comienzos yo tenía que hacer investigación en el galpón de mi casa. Hoy en el Laboratorio Ecotono, en un edificio nuevo, trabajan más de 60 personas. El progreso fue enorme. También lo percibo en el Centro Atómico de Bariloche, en el INVAP, en la propia Universidad de Rio Negro… El crecimiento en los recursos para la ciencia y la investigación es muy notorio.
¿Y cree que la población en general acompaña este crecimiento?, ¿lo ve con buenos ojos?
Es impresionante cómo ha progresado la conciencia ambiental de la gente. Cuando empecé y contaba que yo era ecólogo, me repreguntaban: eco… ¿qué? Eso ahora es impensable, y además hay mucha gente interesada en el ambiente y en el estudio. Lo mismo digo de otras cuestiones, como por ejemplo que ya nadie me pregunta: ¿pero usted realmente cree que descendemos de los monos? Al menos entre la gente con la que me rodeo o tomo contacto ya no existen esas desinteligencias. Yo puedo expresar libremente mis ideas (soy declaradamente no-creyente) y todos lo toman con absoluta racionalidad y naturalidad. No tengo que pelearme con nadie y nadie me manda a la hoguera.
Libros y esculturas
Eduardo Rapoport es un biólogo que encarna en sí mismo el concepto de biodiversidad. Sus investigaciones lo han llevado a catalogar cientos de especies de malezas con propiedades nutricionales que las hacen comestibles. Estos resultados han sido publicados en forma de libros que pueden consultarse gratuitamente en su página web (http://www.eduardorapoport.com.ar), en los que hay, no solo características de estas “buenezas” sino también recetas y recomendaciones.
Su inquietud natural lo ha llevado también por los caminos del arte a realizar esculturas inspiradas en plantas (que recorrieron lugares como Venezuela, México y la Argentina). Estas esculturas son modelos a escala pensados para ser reproducidos en mayor tamaño y destinarlas a grandes espacios arquitectónicos.