En la inmensidad de la meseta
La Patagonia es el único lugar en todo el planeta donde es posible hallar al macá tobiano, un ave que corre riesgo de extinción. Pero hay quienes trabajan para salvarlo, como el biólogo Ignacio Roesler, quien durante casi cinco meses al año vive en el hábitat de esta especie en peligro.
Su paisaje cotidiano es la inmensidad. Horizontes infinitos. Silencios ensordecedores, interrumpidos por el sonido del viento. Lagunas de aguas cristalinas, en las que se zambulle constantemente. La meseta patagónica es su hogar todo el verano y un poco más también. Argentina, más precisamente Santa Cruz, es el único lugar del planeta donde vive. Se trata del macá tobiano, un ave descubierta hace apenas 40 años y que corre peligro de extinción. Es más, si no se toman medidas, en diez años podría desaparecer de la faz de la Tierra. Es una rara avis, por lo que algunos especialistasE trabajan para salvarla.
Uno de ellos es Ignacio “Kini” Roesler. Este biólogo de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, becario del CONICET bajo la dirección del profesor Juan Carlos Reboreda, dio la voz de alerta dos años atrás. Por ese entonces informó a BirdLife Internacional –asesora científica de aves de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza–, la declinación en un 80% del número de ejemplares de esta especie en los últimos 25 años. Los estudios indicaban que de los tres mil a cinco mil individuos registrados en la década de 1980 quedaban apenas unos 800 a principios de esta década. De este modo pasó a ser “la primera especie endémica de la Argentina, en peligro crítico”, precisó en su momento Reboreda, actual decano de la Facultad de Exactas.
Muy de cerca, Kini y su equipo no le pierden pisada a los pocos sobrevivientes: los cuentan, los observan, los cuidan y espantan a algunos de sus depredadores que hacen estragos, como el visón americano. Uno solo fue capaz de matar a 33 macaes en una colonia donde debían estar reproduciéndose, según halló con pesar este investigador en una de sus hoy habituales campañas patagónicas, las cuales jamás pensó que haría. Él también es una rara avis en estas tierras heladas, su destino parecía ser otro. “Yo siempre fui un ornitólogo ‘tropical’ ”, trabajaba en el trópico o subtrópico. Mi participación en la primera campaña austral fue casual, casi exclusivamente porque quería pasar un tiempo con mis amigos y recorrer un poco la zona que menos conocía de la Argentina. No buscaba mucho en realidad, ya que se suponía que mi futuro sería un doctorado con aves de los Andes en algún laboratorio especializado en cuestiones de filogeografía, muy probablemente fuera del país. Por suerte, me choqué de frente con la Patagonia profunda…”, testimonia.
Hoy, Roesler, como parte del Laboratorio de Ecología y Comportamiento Animal, de Exactas UBA, es el científico del Proyecto Macá Tobiano, liderado por las instituciones Aves Argentinas (Asociación Ornitológica del Plata) y Ambiente Sur. Mientras él lleva adelante su plan de investigación de tesis, coordina las tareas de preservación de un equipo estable integrado por seis personas que “hacen un poco de todo”. Además, en el trabajo de campo también ayudan voluntarios o “guardianes de colonias”. Todos coinciden en el mismo perfil: “gente con una vasta experiencia de campo, energía y principalmente con mucha buena onda. La Patagonia austral es extremadamente compleja, con climas que pueden pasar de 30 grados un día a -7 o -8 grados al otro, incluso en enero. Los primeros días de este año cayó una terrible nevada”, ejemplifica.
En un paisaje muchas veces hostil y en medio del silencio, los últimos macaes se hacen oír. “El canto es lindo y el más sonoro en ese ambiente”, relata sobre esta ave que vive de noviembre a marzo en la meseta; y luego va hacia la costa atlántica, a los estuarios de los ríos Coyle y Gallegos. “No vuelan grácilmente. La distancia más lejana que hacen es unos 500 kilómetros”, precisa, tras haberlo comprobado en sus estudios de seguimiento.
Cada año, Kini y su equipo pasan unos cuatro o cinco meses conviviendo en el hábitat del macá. “Tobiano se lo llama por el color, blanco y negro, lo mismo se le dice al caballo de esas tonalidades”, compara. Todas las observaciones sobre estas aves buceadoras, son anotadas en documentos especialmente diseñados en la “previa”. Es que antes de la campaña, “me paso buenas horas en el laboratorio –enumera– preparando las planillas para la toma de datos, armando los archivos de puntos necesarios para los censos, planeando las metodologías y verificando que el equipo (grabadores, estaciones meteorológicas, ópticas, etc.) estén en buenas condiciones”.
Con los víveres listos, las carpas preparadas y todo el material científico guardado en dos a cuatro camionetas, el equipo viaja un par de días hasta los lugares de estudio. Al fin llegan para hacer lo que más le gusta. “El trabajo de campo me encanta en todo su aspecto. Hasta el día más feo es una aventura en la Patagonia. No puedo pensar algo que deteste de esto, sinceramente. Es increíblemente especial trabajar en sitios donde tal vez solo un puñado –siendo generosos– de personas occidentales han caminado”, subraya.
A veces se topa con regalos inesperados, como petroglifos que tal vez nunca antes haya visto otro contemporáneo. “Es muy fuerte. Incluso –destaca– en los momentos en que contar los macaes de una laguna con vientos de más de 50 o 60 km/h, al reparo de unas piedras, se vuelve algo complicado. El hecho de hacerlo y volver ‘victorioso’, luego de haber soportado el temporal, cocinando al reparo con un vaso de vino, es impagable, y hace que nada de este trabajo sea detestable”.
El placer cubre toda la misión, lo cual hasta hace dudar del sentido de la palabra “trabajo”. Kini recuerda a un técnico famoso del laboratorio quien siempre cita la frase del Maestro Kong. “Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”. Esto es lo que le sucede. “Pensándolo bien, lo único que detesto del trabajo de campo es cuando se termina el trabajo de campo…”, confiesa, y enseguida agrega: “Incluso, me han tocado situaciones de encontrar decenas de macaes muertos por visones americanos, y más que detestar, siento como una furia y unas ganas de dar vuelta la situación, de poner las cosas en orden, de ayudar a controlar el problema. Es como ‘energizante’, ya que me potencia para seguir adelante. Ver que las cosas están mal me impulsa a trabajar para aportar a la solución”.
La pasión hace minimizar las dificultades de la vida en la naturaleza junto al macá. “De lejos, esta especie parece un pato, pero su pico es diferente, aunque se comporta como tal, es decir, nada y se zambulle”, grafica. Esta ave se sumerge en las lagunas en busca de unos caracoles y otros bichitos que son su sustento predilecto. Lo peor es que el mismo alimento ahora es codiciado por otras especies exóticas, introducidas recientemente, como la trucha Arcoíris, y la supervivencia se complica.
De la mañana a la noche
De las 22 especies de macaes, tres ya se extinguieron y cinco están en alguna categoría de amenaza, el tobiano entre ellos. Los pocos ejemplares sobrevivientes vuelan a la meseta en verano para reproducirse. Allí los espera, además de sus depredadores –siempre al acecho–, el equipo de científicos que busca estudiarlos y protegerlos. “Las primeras semanas generalmente son de censos poblacionales del macá tobiano y de búsqueda de colonias de nidificación de esta especie. Entonces –narra–, por lo general vamos moviéndonos entre mesetas, de laguna en laguna. Acampamos en puestos abandonados o directamente al reparo de un paredón de alguna laguna, que nos ayude a descansar del viento. Cuando hay suerte y encontramos una estancia habitada nos solemos quedar a pernoctar, ya que la gente de los campos en estos rincones del país es extremadamente hospitalaria. Ellos siempre ceden un lugar donde parar, tomar un mate y, por lo general, compartir un buen asado de capón al horno”.
Tras la cena y charlas imperdibles con los pobladores locales, al otro día el equipo vuelve a centrar la atención en esta ave de cuello y cuerpo blanco, que contrasta con su lomo negro. Científicamente conocido como Podiceps gallardoi, su pariente más cercano, evolutivamente hablando, es el flamenco, “aunque su aspecto no tiene nada que ver”. Lo que sí comparten a simple vista es su atracción por las lagunas. En este caso, ubicadas muchas veces en lugares inaccesibles en latitudes extremas.
Hasta allí se acercan lo más que pueden en vehículo y luego siguen a pie. “Por lo general –describe–, se camina muchísimo, incluso hemos promediado más de 25 kilómetros diarios por lapsos de hasta tres semanas (lo que deja las piernas rotas, y las zapatillas, aún más). En las lagunas realizamos censos de aves acuáticas, con énfasis en el macá tobiano, tomamos datos ambientales y hacemos monitoreos de especies invasoras que amenazan al macá, como son la trucha arcoíris y el visón americano”.
Una vez realizado el censo, las colonias de nidificación acaparan la atención del equipo. “Lamentablemente, son pocas”, se aflige. “Allí trabajamos con el programa de “guardianes de colonia”, que consiste en una persona que acampa en la misma laguna. Su tarea es monitorear la colonia, así como ahuyentar cualquier especie problemática. También, mantener activas las trampas para visón americano, el principal depredador de adultos”.
Este enemigo voraz es una especie exótica, traída a la Argentina para criarla en cautiverio y usar sus pieles en los famosos tapados de visón. Pero debido a escapes accidentales y a que muchos de estos establecimientos comerciales cerraron, se liberó a los animales a la extensa estepa patagónica, y hoy se convirtieron en un verdadero problema para el macá.
De poca historia
A pesar de que se trata de una especie grande, pesa unos 500 a 600 gramos, recién en 1974 fue descubierta. El hombre que por primera vez la avistó y dio aviso al mundo científico fue Mauricio Rumboll, naturalista, que trabajó en el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia. “Hoy, el mismo hombre que descubrió a esta especie, está viendo su ocaso”, indican Aves Argentinas/Asociación Ornitológica del Plata y Ambiente Sur desde su página oficial.
No hay tiempo que perder. “En los próximos diez años –avizora Roesler–, existe un 50 por ciento de probabilidades de que se extinga la especie si no se hace nada al respecto”. Algunas medidas simples, como espantar gaviotas cocineras en las colonias de reproducción de los macaes, mostraron resultados alentadores, y se logró observar nidificaciones exitosas.
Esos pichones que escaparon de las garras de sus enemigos, si no tienen más contratiempos, logran llegar a ser juveniles. Igualmente, ellos siguen en la mira, pero esta vez de los científicos. “Para el final de la temporada comienzan las tareas de marcado y toma de datos genéticos de los macá tobianos. Esto se realiza en lagunas puntuales, y para este trabajo debo acampar por varios días en las lagunas con dos ayudantes. Las capturas se hacen durante la noche, que en verano son muy cortas. Por eso, debemos esperar hasta mediados de marzo para que la hora de oscuridad rinda, y también aguardamos el final de la temporada estival, porque ya están los juveniles”.
Cuando las estrellas se adueñaron de la meseta patagónica, el equipo se interna en el agua para lograr obtener muestras genéticas de las aves y también llevar adelante la tarea de marcación, de modo de poder seguirlas a futuro. “Para atrapar a los macaes usamos un barco inflable, un reflector y una pequeña red de pesca (copo). Es una tarea complicada y, en especial, requiere que el clima nos acompañe, ya que el bote inflable es poco estable con viento de más de 25-30 kilómetros por hora”.
Meseta irresistible
Ya son varios los años de sus viajes a la Patagonia, y las sensaciones van cambiando con el tiempo. “En mi primer día en la campaña de enero de 2010, recuerdo que salimos de El Calafate rumbo a la meseta de El Moro. La primera parada fue en el Cruce a El Chaltén, para despedirnos de parte del equipo, pues ellos iban a censar la meseta del lago Viedma. Por lo tanto, seguimos en dos camionetas, llegamos a la localidad de Tres Lagos y luego rumbeamos hacia el lago San Martín, una zona paisajísticamente increíble, quizás superior a cualquier otro sitio en la Patagonia. Sin embargo, nosotros nos desviamos antes de llegar a este lago, justo antes de un cerrito muy raro llamado `Cachaike´, que queda en el medio de una planicie glacial”, menciona.
Hacia el mediodía, el grupo decide detenerse para comer “justo al lado de los primeros arbolitos que veíamos en muchos kilómetros (unos álamos flaquitos). Solo recuerdo pensar: ¡qué horror este lugar! Recuerdo la tierra volando, el reparo inexistente de los arbolitos, el arroyo raquítico…”, evoca.
Este año volvió, exactamente, a ese punto perdido en el mapa. Esta vez, él iba en busca de la posible ruta de acceso del visón americano a una de las lagunas más importantes, ubicada en la meseta de la Siberia. “No puedo entender qué fue lo que me fascinó del mismo lugar. Ahora, en mi cabeza, el arroyito raquítico era un arroyo hermoso, con lecho de piedra; los arbolitos flaquitos eran unos álamos perfectos para el picnic; y el paisaje alrededor solo me hacía sentir feliz. Nada había cambiado, en realidad. Todo estaba tal como lo recordaba. Pero hoy me siento feliz y vivo solo cuando estoy caminando en la meseta, cuando puedo ver la inmensidad del horizonte. Un amigo muy cercano siempre dice: ‘La meseta te cambia la vida’. Y, puedo jurar que así es”.
¿Qué tendrá esa estepa patagónica que la hace irresistible? “No hay vista más poderosa que subir a una meseta y ver la inmensidad, los kilómetros y kilómetros de la nada más completamente espectacular que uno pueda imaginar. Es nada llena de algo que realmente enamora. Es la naturaleza salvaje, cuesta ver los efectos del humano. Cuesta encontrarse con las alteraciones de la sociedad. Es realmente sentirse en el pasado, con los guanacos y los choiques aún en abundancias llamativas, los cauquenes y las lagunas cargadas de aves acuáticas”, palpita.
Como el primer amor al que siempre se vuelve, la meseta atrapa y es difícil alejarse. Más aún cuando en ella vive una especie en riesgo, que quita el sueño. “Como dijo ese amigo, la meseta me cambió la vida. Hoy por hoy, no busco nada en particular, solo estar en este lugar y ayudar en todo lo que pueda al macá tobiano. El macá se volvió una parte esencial de mi vida, pero no solo el macá, sino el ambiente en el que vive. No podemos salvar una especie sin salvar su ambiente, ya que una cosa y la otra no pueden separarse. El ambiente dejaría de ser lo que es sin el macá y viceversa. Proteger y conservar a la Patagonia, las mesetas y el macá es mi objetivo. Lograr que más y más gente se interese en esta especie, ya sea desde lo académico o desde cualquier otra rama, es mi objetivo también”. Una rara avis en busca de otras.
Voluntarios se buscan
El año 2012, el equipo de Ignacio Roesler convocó a voluntarios para el trabajo de campo en el Proyecto de Macá Tobiano a través de internet. En sólo tres semanas “nos llovieron cientos de emails de consultas y 165 personas se postularon para cubrir los 10 lugares disponibles”, precisa. “Realmente –agrega– decidir entre esas personas fue muy difícil, principalmente porque los requisitos planteados habían sido tan altos que suponíamos que todos iban a ser personas de extrema experiencia. Entre las características que habíamos planteado como necesarias se encontraba: experiencia en climas extremos (fríos), posibilidad de caminar hasta 20 km diarios, experiencia en monitoreo de fauna, etc.”.
Pero la vida da sorpresas. Y resultó que una las personas elegidas “¡nunca había dormido en carpa! Para peor, la primera noche arremetió una terrible tormenta de nieve a orillas del Lago Buenos Aires. Un desastre”, exclama. Pero todo terminó bien y la inexperta voluntaria volvió a su casa sana y salva.
“Sin embargo –rescata–, por suerte, la mayoría de los voluntarios fueron buenos y dos (un norteamericano y una catalana) nos siguen acompañando esta temporada. Ellos ya casi son parte del elenco estable del proyecto”.