¿Plantar un árbol es salvar el planeta?
La investigadora Amy Austin, a partir del estudio del impacto de la implantación de especies exóticas en la Patagonia, disertó sobre las inconsistencias de la reforestación como mecanismo de captura y almacenamiento de carbono para mitigar el cambio climático.
¿Plantar un árbol es salvar el planeta? La respuesta a la cuestión, en apariencia sencilla, que planteó Amy Austin en la apertura del Coloquio de los Viernes se pronunciaría más tarde, al cabo de su exposición, pero a priori, buena parte del auditorio estaba dispuesto a manifestar su acuerdo. Desde luego, la idea suena bien. Habría que plantar, entonces, muchos árboles, millones. ¿Pero cuáles? ¿Y dónde? ¿Es ésta realmente la solución más adecuada para mitigar el cambio climático?
Amy Austin estudia desde hace años el impacto de la forestación con pinos exóticos en la Patagonia, investigación por la que fue galardonada con el premio “L’Oreal Unesco a las Mujeres en la Ciencia”. Es californiana, su padre trabajaba en la NASA, pero hace poco más de veinte años, luego de doctorarse en Ciencias Biológicas en la Universidad de Stanford, una beca de la National Sciencie Foundation la trajo al sur del continente, y aquí se quedó. Hoy es profesora de la cátedra de Ecología de la Facultad de Agronomía de la UBA e investigadora principal del CONICET en el Instituto de Investigaciones Fisiológicas y Ecológicas vinculadas a la Agricultura (IFEVA). Su trabajo ha permitido comprender mejor las transformaciones en los ecosistemas terrestres de regiones naturales modificados por el hombre. Y, en el Aula Magna del Pabellón 1, compartió con la comunidad de Exactas UBA algunas de las incómodas conclusiones a las que ha llegado.
Austin parte de una verdad incontrastable, que muchos poderes fácticos (ella los llama bullies, “maltratadores”) insisten en negar: la responsabilidad humana por el calentamiento global, el inequívoco incremento de las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero en el último medio siglo y el ascenso de la temperatura media anual asociada a estos disturbios en el ciclo del carbono, debido a la quema de combustibles fósiles. Y también a los cambios en el uso de la tierra, al desmonte de bosques nativos. Los ecosistemas terrestres y acuáticos, en cuanto sumideros naturales de carbono, “nos salvan” de la mitad de ese desequilibrio. “Y el máximo potencial para rebalancear esto, para revertirlo o mitigarlo −explica Austin−, lo tienen las plantas, los bosques”.
En ese balance global, entre lo que entra y lo que sale de la “caja de ahorro del carbono”, los bosques maduros son, por fotosíntesis, las herramientas naturales más eficaces para “secuestrar” carbono, y en consecuencia, la reforestación masiva con especies de crecimiento rápido apareció entonces como la gran solución para su captura y almacenamiento, disminuyendo la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera.
“Te hace sentir bien plantar un árbol. Es una respuesta muy atractiva, tiene una gran aceptación pública. Combatimos el cambio climático y, además, no tendríamos que hacer nada con las emisiones. Pero, ¿realmente funciona?”, cuestiona Amy Austin.
Su investigación se centra en la Patagonia, en una ancha franja sobre el paralelo 42, límite entre las provincias de Río Negro y Chubut, que presenta de este a oeste amplios gradientes de temperatura y precipitaciones, con una gran diversidad en términos de vegetación que va desde los arbustos enanos de la estepa hasta los grandes bosques de Nothofagus (lengas, ñires, coihues) al pie de los Andes.
Entre 1974 y 1978, gracias a ventajas impositivas para la producción de celulosa, se plantaron en la Patagonia 70 mil hectáreas de coníferas, casi el 95% de una sola especie de pino, Pinus ponderosa, una suerte de “súper planta”, dice la investigadora, capaz de adaptarse a condiciones extremas con características relativamente constantes. En esas plantaciones sin un manejo sustentable, Austin y su equipo vieron una oportunidad: podían medir el impacto en el ciclo de carbono de los diferentes ecosistemas a lo largo de ese paralelo, los más áridos y los más húmedos, los más fríos y los más templados, contrastando aquellos que conservan la vegetación nativa con los que fueron reforestados.
La respuesta a la pregunta inicial es que no, no siempre es bueno plantar un árbol o, por lo menos, no cualquier árbol en cualquier lugar. Por lo pronto, hay consecuencias en el propio ecosistema, como una fuerte reducción de especies de artrópodos en el suelo: el caso testigo es la desaparición de las hormigas en muchas regiones reforestadas de la Patagonia.
La pesquisa de Austin es múltiple. Registra, en los bosques exóticos, un aumento de la biomasa en los troncos pero no en la producción foliar. También un incremento de los detritus, pero con un material de hojarasca (básicamente pinocha, con mucha lignina pero escasa presencia de otros agentes microbianos) que produce un bajo impacto de la descomposición biótica y menor acumulación en el suelo. Y detecta que el rol del sol, importante en la fotodegradación de la materia orgánica en los suelos de climas áridos, pierde efecto en las zonas de estepa reforestadas con especies de mayor densidad.
“¿Estamos secuestrando carbono? Sí, pero debemos preguntarnos cuánto, dónde y a qué precio”, alerta Austin. En efecto, la captura y almacenamiento se da sobre todo en los troncos de una especie, el pino, cuyo destino final es la tala, la producción maderera, cuando no -como por estos días se ha visto trágicamente en la Amazonía-, los incendios, que devuelven aún más dióxido de carbono a la atmósfera. Y ese secuestro, además, no se produce significativamente en los suelos. Por otra parte, la prodigiosa reducción de la huella de carbono que generan los bosques maduros, que crecen más lento pero ya existen, corre riesgo de perderse ante su peligroso reemplazo por bosques exóticos.
“En síntesis, estamos alterando el funcionamiento de ecosistemas naturales, sacrificando su biodiversidad, y aunque parece una linda idea, plantar árboles para salvar el planeta –concluye Amy Austin−, no hay evidencia real de sus beneficios, es insuficiente como paliativo, y nos distrae de lo realmente importante: enfocarnos en bajar las emisiones que generan las actividades humanas”.