De los laboratorios al destino final
Desde 1991 existe en la Argentina una ley que regula la generación, transporte y disposición final de desechos que pueden entrañar un riesgo para la vida en general. En los laboratorios se generan algunos de esos productos. En esta nota se da cuenta de los pasos que se siguen en Exactas UBA para que esos compuestos no afecten la salud ni el ambiente.
La actividad industrial genera un enorme volumen de residuos, muchos de los cuales son considerados peligrosos, es decir, entrañan riesgos para la salud de las personas o el ambiente. Durante décadas, los generadores de estos productos, como las industrias, los laboratorios de investigación y los hospitales, eliminaban sus residuos tóxicos junto con los domiciliarios, los arrojaban a los cursos de agua, o los depositaban a orillas de ríos o humedales.
La conciencia frente a la peligrosidad de ciertos residuos se originó en Japón, en la década de 1960. En la bahía de Minamata, al sur de ese país, se produjo la muerte de cientos de personas que habían comido moluscos contaminados. Recién en 1968 las autoridades admitieron que la causa residía en el mercurio vertido por una planta química cercana. Así, esa nación debió establecer las primeras regulaciones ambientales y comenzó a ejercer control sobre el manejo de desechos peligrosos.
En la Argentina contamos, desde enero de 1991, con la Ley 24.051, que regula “la generación, manipulación, transporte, tratamiento y disposición final de residuos peligrosos”. Esta denominación se aplica a aquellas sustancias líquidas, sólidas o gaseosas, que puedan causar daño, en forma directa o indirecta, a seres vivos, o contaminar el suelo, el agua, la atmósfera o el ambiente en general. Quedan excluidos de esta ley los residuos domiciliarios, los radiactivos y los derivados de las operaciones normales de los buques, que se rigen por leyes especiales.
Podría pensarse que un centro de investigación como la Facultad de Exactas es un gran generador de estos residuos. Sin embargo, “mientras que los desechos de tipo domiciliario (restos de alimentos, papeles, envases) junto con los de la construcción alcanzan las 300 toneladas al año, se estima que en la Facultad se producen unas 14 toneladas de residuos peligrosos y 8 toneladas de patogénicos”, según comenta el licenciado Ángel Lupinacci, Director del Servicio de Higiene y Seguridad (SHyS) de la FCEyN, creado en 1990, y que, entre otras tareas, se ocupa de descartar en forma segura, y de acuerdo a la legislación lo que es peligroso y patogénico. “En la Facultad tenemos un total de 17 contenedores para residuos de tipo domiciliario, que se retiran cinco días a la semana”, acota la licenciada Ana Svarc, Secretaria de Hábitat de la FCEyN.
Respecto de los desechos peligrosos, hay muy diversas clasificaciones de acuerdo con la forma de tratamiento requerida para quitar la peligrosidad. Se incluyen en ese grupo los patogénicos, que contienen algún material biológico, como bacterias o virus, que puede causar enfermedad. Con eliminar ese material biológico en autoclave en las plantas de tratamiento para tal fin, ese residuo deja de ser peligroso.
“De acuerdo con la normativa de la FCEyN, los investigadores deben colocar los residuos peligrosos en recipientes adecuados y traerlos al Servicio, que tiene un local de acopio”, dice Lupinacci.
Para que los investigadores, docentes y no docentes puedan cumplir con la normativa, el SHyS ofrece cursos de capacitación y ha elaborado un plan de protección que indica de qué manera hay que trabajar sin riesgo. “Todos los integrantes tienen que leerlo y firmar que se comprometen a tratar los residuos como corresponde. Por ejemplo, deben descartar los residuos líquidos en bidones y los sólidos, en cajas de ciertas características”, indica Svarc.
Los solventes orgánicos no clorados deben almacenarse por un lado, y los clorados por otro. Dentro de los metales, los clasificados como peligrosos son los pesados, como el mercurio, el plomo, el cadmio y el arsénico. En general, los más riesgosos son los que se pueden disolver en agua, porque de ese modo pueden llegar a las napas.
En el caso de los patogénicos, se guardan en freezers y son retirados dos veces por semana.
Rutas argentinas
Los bidones y cajas con residuos peligrosos son retirados de la Facultad cuatro veces al año por una empresa que los transporta hasta las provincias de Santa Fe o de Córdoba, que los pueden recibir. El hecho es que la Capital no posee plantas de tratamiento de residuos peligrosos, y la Provincia de Buenos Aires, por ley, no recibe los que fueron generados fuera de su distrito. Por consiguiente, esos materiales son trasladados a provincias que aceptan residuos peligrosos de otros distritos, como Córdoba y Santa Fe. Pero los camiones que se dirigen a esas provincias solo pueden atravesar la de Buenos Aires a través de una ruta nacional. En Córdoba, la cementera Minetti acepta residuos para quemarlos en sus hornos. Pero, “si nuestros desechos no poseen un valor energético que les sea útil, la empresa no los recibe”, aclara Svarc.
¿Quién es responsable por los residuos? Svarc manifiesta que, según la ley, “el generador es el responsable desde la cuna hasta la tumba, así, la responsabilidad le corresponde al investigador que generó el residuo, aunque la Facultad, a través del SHyS, se ocupa de acopiarlos y gestionar su disposición”. El generador, es decir, el investigador, debe separar los residuos de acuerdo a las clasificaciones, y envasarlos: los líquidos en bidones, los sólidos en cajas, o en bolsas. Si son patogénicos en bolsas rojas.
“Mediante una licitación contratamos a las empresas que se encargan de transportar y tratar los residuos. Para ello, deben inscribirse en la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación, que las habilita, tanto para el tratamiento como para el transporte”, detalla Svarc. La empresa tiene que informar a esa Secretaría sobre el itinerario del camión y los horarios y puestos de detención. Por el transporte se pagan alrededor de 4 mil pesos, más 6 ó 7 pesos por kilo de material para tratar. La empresa hace el tratamiento según el tipo de residuo, en muchos casos en hornos, para que el material pierda su peligrosidad. Lo que queda pasa a engrosar los rellenos de seguridad. “Una vez hecho el tratamiento, nos mandan un certificado de destrucción. Así cerramos el círculo, y luego pagamos”, comenta Lupinacci.
Lupinacci opina que, en el futuro, los residuos patogénicos van a aumentar en volumen, porque están creciendo los grupos de investigación en el área de la biología. En cambio, los productos químicos tenderán a disminuir, porque los procesos o los sistemas requieren cada vez cantidades más pequeñas, pues los equipos poseen mayor sensibilidad. En la docencia, por su parte, se tiende a emplear compuestos menos peligrosos.
Material radiactivo
Con el tiempo, el uso de material radiactivo fue disminuyendo en los laboratorios. Actualmente, para emplearlos, todo investigador debe justificar por qué no puede reemplazarlo por otro material.
La Autoridad Regulatoria Nuclear permite que el material radiactivo, si se trata de cantidades parecidas a las que hay en la naturaleza, sea arrojado por las cañerías. Los radioisótopos de baja vida media, cuya radiactividad decae en pocos días, son acopiados hasta que llegan a un nivel determinado, y luego son arrojados a los desagües.
“En cambio, si se trata de un material que decae en un plazo más largo, entonces se mide la radiactividad, se informa a la autoridad regulatoria y, si nos dicen que lo tenemos que tratar como radiactivo, hay que llamar a la Comisión Nacional de Energía Atómica para que lo retire y decida su disposición”, explica Lupinacci.
En los laboratorios
A partir de las directivas del Servicio de Higiene y Seguridad, los investigadores y docentes tuvieron que realizar cambios en sus prácticas. “En nuestros laboratorios usamos solventes orgánicos, que son volátiles, y damos instrucciones a los alumnos sobre la forma de desecharlos, separando los clorados, como el cloroformo o el cloruro de metileno, de los no clorados, por ejemplo, metanol, acetona, hexanos y ciclohexano”, detalla la doctora Marta Maier, profesora en el Departamento de Química Orgánica. Y agrega que también se intenta reducir los volúmenes de sustancias empleadas en las prácticas. Asimismo, ciertos compuestos fueron reemplazados por sustancias menos nocivas. “Antes usábamos altos volúmenes de benceno, que tiene propiedades interesantes pero es cancerígeno, y ahora lo reemplazamos por tolueno, que es menos peligroso”, relata la investigadora. En las investigaciones también se emplea una variedad de reactivos, como ácidos orgánicos, agentes oxidantes e hidruros metálicos que requieren ser dispuestos según las normas.
Por su parte, la doctora Sara Aldabe-Bilmes, del Departamento de Química Inorgánica Analítica y Química Física, señala que, antes de cada trabajo práctico, se les informa a los alumnos cómo deben proceder, por ejemplo, en qué bidón deben arrojar cada sustancia, y se les da una especificación para que no haya errores. Algunas sustancias, por ejemplo, ácidos diluidos en agua, soluciones de sulfato de sodio, soluciones de ácidos o bases, en agua, y que no tengan iones tóxicos, se colocan en bidones para ácidos o bases según corresponda.
“Con los alumnos, hacíamos un práctico en que se precipitaba una sal de plomo. Ahora lo reemplazamos por sales de plata, cobre y hierro, para no generar tanto residuo peligroso”, relata Aldabe-Bilmes, y agrega: “Cuando diseñamos nuevas prácticas, tratamos de emplear sustancias más amigables, por ejemplo, ya no usamos naftaleno, que es cancerígeno”.