La tragedia del submarino

De la geología a la búsqueda del ARA San Juan

Javier Peroni es geólogo y formaba parte de una campaña en el Mar Argentino en el marco del proyecto Pampa Azul, cuando su misión cambió inesperadamente de objetivo debido a la desaparición del ARA San Juan. En esta entrevista, el investigador describe la tecnología que utilizó para colaborar con la búsqueda y las dificultades que tuvieron que enfrentar para hallar al submarino.

4 May 2018 POR

Submarino ARA San Juan.

17 de noviembre de 2017. Amanecía en Mar del Plata. Una nueva campaña del proyecto Pampa Azul, iniciativa estatal coordinada por el Ministerio de Ciencia para fomentar actividades de investigación, exploración, conservación e innovación tecnológica en el ámbito del Mar Argentino, estaba en marcha. Javier Peroni, doctor en Geología por la Universidad de Buenos Aires, es parte del equipo científico a punto de abordar el Buque Oceanográfico ARA Austral. Aún en tierra, se entera de la pérdida de contacto con el submarino ARA San Juan.

Como becario de CONICET, Peroni trabajó en el laboratorio de Geofísica del Departamento de Ciencias Geológicas de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA donde, entre docencia, campañas y proyectos de investigación, cimentó las bases de su especialización en el relevamiento y modelado del campo magnético terrestre. Hoy en día trabaja en el área de prospección geofísica del Servicio Geológico Minero Argentino (SEGEMAR) donde, junto con sus colegas, se dedica a recolectar datos magnetométricos: contrastes, intensidades y variaciones del campo magnético terrestre que luego son interpretadas y asociadas a eventuales cambios geológicos.

– Tu participación en el operativo de búsqueda del ARA San Juan, ¿fue totalmente inesperada?

– Sí. De lo que teníamos planeado no pudimos hacer nada. Es que, al enterarnos de la declaración SAR (búsqueda y rescate, por sus siglas en inglés) del ARA San Juan, ya no había otra prioridad. De inmediato nos ofrecimos a dar una mano. Estaba el equipo, podía funcionar. Había que estar ahí y ayudar.

– ¿De qué manera un estudio geológico que involucra el estudio de rocas se transforma en nada menos que la búsqueda de un submarino?

– Nosotros utilizamos un método que se llama magnetometría. Este se basa en que los cuerpos u objetos susceptibles de ser magnetizados por el campo magnético terrestre (CMT) generan un campo magnético propio, que se denomina inducido, y que se refleja en modificaciones o anomalías del CMT, que son las que se miden. Es un método de investigación indirecto para ver qué pasa bajo tierra y que te permite buscar yacimientos minerales, estructuras y diferenciar tipos de rocas. En el caso de la geología, la forma más fácil de entenderlo es: rocas con mayor cantidad de magnetita (un óxido de hierro) o elementos ferromagnéticos susceptibles de ser magnetizados van a generar anomalías magnéticas importantes y más fácilmente identificables. En el caso de un objeto metálico sumergido, la presencia del hierro “tal cual” es la que genera la anomalía.

– ¿Qué implicó el cambio de objetivo?

– En primera instancia un cambio en la logística y en lo mental. De los 11 científicos destinados al Austral, tres, junto con un técnico, pasamos al ARA Puerto Deseado -el otro buque de la flota científica del CONICET- para abordar la búsqueda mediante métodos diferentes y evitar interferencias en la técnicas. El Austral utilizaría sistemas de batimetría y nosotros, desde el Deseado, utilizaríamos el magnetómetro. Durante los primeros días, con olas de 6 metros y la proa del barco subiendo y bajando incesante, instalamos el equipo. En el caso de los barcos, el magnetómetro posee forma de torpedo y es arrastrado por un cable que lo mantiene alejado para evitar la interferencia magnética de la embarcación. Lo pusimos en funcionamiento pero, a la par, comenzamos con los interrogantes: ¿Cómo se busca un submarino? ¿Qué anomalía debíamos esperar?

– ¿Qué acciones fueron decidiendo en el marco de esta falta de experiencia que tenían en este tipo de misiones?

– Lo primero que hicimos fue recurrir a modelos que yo había utilizado durante mis tesis de licenciatura y doctorado para estudiar cuerpos intrusivos en el subsuelo de Tierra del Fuego. Así, a partir de datos propios e información suministrada por la Armada generamos modelos de cuerpos con tamaño, valores de susceptibilidad magnética y ubicación acordes con los de un submarino ideal para determinar la forma e intensidad de la anomalía y hasta a qué profundidad se lo podría detectar.

Javier Peroni. Foto: LinkedIn.

– ¿Es decir que la aplicación del método tenía sus limitaciones?

– El magnetismo es muy dependiente de la distancia: cuanto más uno se aleja del cuerpo que quiere estudiar, menos se hace sentir su presencia. Sobre extensiones de terreno de kilómetros o cientos de kilómetros, como los fondos oceánicos estas variaciones se pueden distinguir por más que estén a dos mil o tres mil metros de profundidad, pero en el caso de un objeto metálico puntual la cosa cambia, la anomalía es mucho menor y la detección queda restringida al paso cercano sobre el objeto. Nuestro límite eran los 300 metros. A esa profundidad la anomalía que debíamos esperar era tan sutil que podía confundirse con cambios de rumbo del barco o con variaciones diarias propias del campo magnético terrestre.

-¿De qué manera realizaron su trabajo en el marco de la búsqueda?

Nuestro trabajo consistía en ir a puntos donde por otros métodos, como los sonares, se consideraba que podía estar localizado el submarino. Éramos como una especie de nexo entre la primera señal y los sumergibles, que identificaban fehacientemente lo que se localizaba. Pasábamos por sobre el punto indicado buscando variaciones y cambios en la respuesta magnética. Por ejemplo: si el sonar detectaba algo “duro” que contrastaba con el fondo marino, nosotros pasábamos con el barco por encima con el equipo de magnetometría. Si no se constataba anomalía magnética, el indicio se descartaba. Ahora bien, si tanto sonar como magnetometría indicaban una posibilidad -acorde con el tamaño de lo que se estaba buscando- se atacaba con todo lo que estaba disponible y que permitiese identificar lo que estaba allí abajo.

– ¿Cómo reaccionaban al encontrar un indicio que disparaba la posibilidad de encontrar al submarino?

– Cuando veíamos anomalías nos empezaba a temblar el pulso o a latir más fuerte el corazón, pero rápidamente aprendimos que muchas de éstas se debían a los cambios de rumbo del barco (efecto zigzag) o algunas, de gran extensión, estaban relacionadas más bien con algo geológico, que habrá que estudiar más adelante. Recuerdo una ocasión en la que teníamos la anomalía perfecta, todo daba según el modelado que se había planteado. En un momento, nos indicaron que nos retiráramos ya que otro barco iba a ir a explorar de qué se trataba. Lamentablemente resultó ser el casco de un pesquero de origen chino de cuyo naufragio y hundimiento no se tenía conocimiento. Según la gente de la Armada la zona del talud, muy rica para la pesca, es una zona tipo cementerio de barcos.

– ¿El régimen de trabajo era muy riguroso?

– Poco descanso. A diferencia de los trabajos de investigación en los que primero se hace la adquisición de datos y luego se interpreta -y sólo chequeas el monitor de la compu para ver que todo vaya bien-, en este caso había que estar pegado a la pantalla. El ritmo de trabajo era constante: 4 personas, durante las 24 horas, en turnos de 3 horas repetidos cada 12 en el gabinete sísmico. Era una pequeña habitación de 3 por 3, con una ventana, donde estaba instalada la computadora del magnetómetro. Allí, entre los escritorios, plotter, sillas, convivíamos de 2 a 6 personas.

– ¿Cómo tomaron la noticia del evento hidroacústico proporcionada por el OTPCE?

– Cuando el 23 de noviembre tuvimos el dato de ubicación del evento hidroacústico detectado por la Organización del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (OTPCE), vimos que nuestras chances de detectar una anomalía para el San Juan eran muy bajas. El 80 % del área en derredor del punto del evento se hallaba por debajo de los 400 metros de profundidad y nuestro límite eran los 300 metros. Además, la idea de que el submarino estuviese flotando a media agua, es decir, que por mantener algo de aire en su casco no se hubiese ido al fondo y estuviese en deriva por las corrientes, complejizaba más aún la aplicación del método magnetométrico.

– ¿Pensás que la tecnología utilizada para hallarlo fue la adecuada?

– Yo pensé que toda la tecnología a disposición iba dar resultados. Nosotros poníamos nuestro grano de arena, pero mi esperanza estaba en los aviones científicos, como el P-3 del programa IceBridge de la NASA, que están equipados con todo: magnetómetros, gravímetros, etc. Todo el tiempo los veías dando vueltas. Desde el aire la visión es altísima y estaban muy bien preparados. Pero las condiciones eran realmente jorobadas; vos pensá que estábamos buscando algo que fue diseñado para no ser encontrado. El hecho de que se  hubiera quedado en el fondo hacía complicado su hallazgo; si se quedó en mitad del agua, aún más porque se movería con las corrientes. Encima, el talud continental es una zona de valles y cañones submarinos, una superficie quebrada donde se producen rebotes de señal que dificultan la interpretación. Si quedó en alguno de estos valles quizá sea imposible encontrarlo.

– En lo personal, ¿qué te quedó de esta experiencia?

– Durante los 20 días que estuve a bordo del Deseado aprendí muchísimo. Desde lo científico resultó interesante comprobar que el método funcionó bien, que el equipo de medición registró muy bien tras horas y horas de trabajo. Se hicieron más de 1.100 kilómetros lineales, más de 3 millones de mediciones. Algo que lamentamos fue no haber podido interactuar con otros equipos científicos, ya que a veces el cómo o con qué método se había obtenido la señal a la que teníamos que acudir nos hubiese permitido desestimar algunos de los indicios. Por otro lado, me llevo el recuerdo de la buenísima interacción con la tripulación. Realmente respondían ciegamente a nuestras solicitudes, para mejorar las posibilidades de nuestro método. También tengo presente el recuerdo de los buzos jugándosela en las condiciones de tormenta. Cuando se asumió que ya no había posibilidades de supervivencia me quedó atragantado el hecho de no haber podido encontrarlos. Muchos de la tripulación tenían amigos y conocidos en el San Juan. Uno de los suboficiales tenía un cuñado en el submarino. Espero que lo sigan buscando, que logren encontrarlo y que ése sea su descanso.