Longevidad

¿Cuánto podremos vivir?

El día en que murió, el 4 de agosto de 1997, la francesa Jeanne Calment llevaba vividos 122 años y 164 días. Aunque el Génesis del Antiguo Testamento afirma que Matusalén alcanzó la edad de 969 años, el caso de Calment es el del individuo más longevo de la historia de la humanidad científicamente documentado

18 Abr 2011 POR

Ilustración: Hernán Bermúdez

Según los registros del Gerontology Research Group, al momento de escribirse este artículo la persona más vieja del mundo es la norteamericana Besse Cooper, con “apenas” 114 años y 235 días de vida comprobados y, según la misma Organización, en todo el planeta habría solamente 86 personas “supercentenarias”, es decir, con más de 110 años (ver recuadro “Top Ten”). Sin embargo, la ciencia está convencida de que, en pocas décadas, será rutinario cruzarse con humanos cuya existencia vaya más allá de los 100 años. De hecho, en la actualidad, uno de cada 10.000 habitantes de países industrializados ya alcanzó esa edad.

Es que, en el último siglo, los progresos médicos y sanitarios hicieron crecer la expectativa de vida más que a lo largo de toda la historia del Homo sapiens. Hasta hace dos siglos y medio, la esperanza de vida (el promedio de la cantidad de años que vive una determinada población) era de alrededor de 30 años, en tanto que, en la actualidad, esta variable poblacional ya supera los 80 años en varios países. En este contexto cabría preguntarse si algún día seremos capaces de alcanzar la inmortalidad o si, por el contrario, existe un límite de la vida impuesto por nuestros genes.

Vivir más y crecer menos

Varios ensayos efectuados en distintos modelos experimentales, como levaduras, gusanos, moscas y ratones, han logrado extender la vida de esas especies de manera significativa. Por ejemplo, se comprobó que, si se somete a un ratón a una dieta restringida en calorías pero rica en nutrientes, vivirá un 50 por ciento más que lo habitual, y que si, además, se le efectúan ciertas alteraciones genéticas y/o se los trata con ciertos inhibidores químicos, duplicará su tiempo de vida normal. De igual manera, cuando se realizaron los mismos experimentos con el gusano Caenorhabditis elegans se consiguió acrecentar su existencia varias veces.

Si alguna de estas estrategias puede servirnos para vivir más tiempo todavía está lejos de comprobarse. Lógicamente, recrear estas experiencias en seres humanos acarrea riesgos, algunos conocidos (se sabe, por ejemplo, que la restricción calórica reduce la fertilidad); pero la gran mayoría todavía son inciertos. Por otra parte, considerando que los voluntarios deberían ser personas que hayan envejecido lo menos posible (es decir, jóvenes), comprobar el éxito de cualquier experimento para prolongar la vida humana puede llevar muchísimos años. Incluso, es probable que los investigadores que inicien el estudio estén muertos antes de que el experimento concluya.

Ante estas dificultades, algunas investigaciones actuales se focalizan en el estudio genético de las personas excepcionalmente longevas, con el fin de hallar genes relacionados con la duración de la vida. Así se han encontrado algunas variantes genéticas que –se sospecha– podrían estar involucradas en este proceso.

Por ejemplo, en un trabajo publicado en la prestigiosa revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences, en el que se estudió a familias judías Ashkenazi que eran conocidas por la longevidad de muchos de sus miembros, se comprobó que un grupo de esos individuos, de entre 95 y 108 años de edad, era propenso a poseer ciertas mutaciones específicas en el gen que regula la acción de un factor del crecimiento denominado IGF-1. Según los autores de ese trabajo, esas mutaciones harían que las células sean menos sensibles al factor de crecimiento, que tiene efectos en el tamaño corporal. De hecho, observaron que las personas portadoras de estas mutaciones son algo más bajitas que la media pero, a cambio, viven más tiempo. Aparentemente, la “menor sensibilidad” de las células a IGF-1 se traduciría en que las células se dividirían en forma mas lenta. Por lo tanto, llegar al mismo número final de células llevaría más tiempo de vida.

Un estudio publicado por estos días en Science Translational Medicine agrega más pruebas a favor de que IGF-1 tiene algo que ver con la longevidad: la investigación demostró que los habitantes de un pueblo de Ecuador, que no miden más de un metro de altura debido a que poseen una mutación en el gen que produce el receptor de la hormona de crecimiento, no desarrollan cáncer ni diabetes, dos patologías relacionadas con el envejecimiento. Asimismo, el enanismo de estos ecuatorianos, denominado sindrome de Laron, puede ser prevenido en gran medida si a los niños se les administra IGF-1 antes de la pubertad.

En coincidencia con estos hallazgos está el hecho de que los animales alimentados con dietas restringidas en calorías, además de vivir más tiempo, tienen bajos niveles de IGF-1. Cabe aclarar que el tratamiento hipocalórico no siempre es efectivo para todos los individuos de la misma especie, sino que el éxito depende de su constitución genética.

De todos modos, estos y muchos otros experimentos evidencian cada vez más que los distintos caminos del metabolismo en los que el factor de crecimiento IGF-1 está involucrado jugarían un papel significativo en la duración de la vida. Y esto es coherente con el hecho de que esas vías metabólicas están presentes, de una u otra manera, en todos los organismos que envejecen.

Inmortalidad

Los primeros organismos que poblaronla Tierra, las bacterias, no envejecen. Estos microbios, que están conformados por una sola célula, en algún momento de su vida se dividen para dar lugar a dos células hijas las que, a su vez, repetirán el proceso a lo largo de infinitas generaciones. En otras palabras, salvo que en el medio que las rodea ocurra algún acontecimiento que acabe con su vida, las bacterias no mueren sino que continúan su existencia en el cuerpo de sus hijas. Lo mismo ocurre con los demás organismos unicelulares actuales.

Pero cuando la evolución de la vida sobre el planeta dio lugar a los primeros organismos pluricelulares –y, con ellos, a la diferenciación celular– la cosa cambió. Porque comenzaron a aparecer seres vivos cuyo cuerpo estaba formado por células diferentes entre sí, que se distinguían unas de otras para cumplir funciones diferentes, como la digestión, la circulación o la respiración, entre otras.

En términos muy generales, la mayoría de los organismos multicelulares cuentan con dos tipos celulares diferentes: por un lado, las células somáticas, que son las que conforman los órganos y sistemas del cuerpo; y por otro lado, las células germinales, que son las encargadas de producir los gametos, es decir, las células reproductivas. Mientras las somáticas envejecen, las germinales no lo hacen.

A propósito de este fenómeno, en 1891, el biólogo alemán August Weissman escribió: “Consideremos qué sucedió para que los animales y las plantas multicelulares, que surgieron de las formas de vida unicelular e inmortal, perdieran la capacidad de vivir para siempre. La explicación deriva del principio de la división del trabajo que apareció en los organismos multicelulares en una temprana etapa evolutiva y ha producido estructuras cada vez más complejas ( … ). Pronto las células somáticas sobrepasaron en número a las reproductoras y se subdividieron en sistemas de tejidos claramente diferenciados. Simultáneamente, se perdió el poder regenerador de partes considerables del organismo, mientras se concentraba en las células sexuales la capacidad de reproducir el organismo entero”. En palabras del anatomista Charles Minot: “el envejecimiento es el precio pagado por la diferenciación celular”.

En los últimos años, se descubrió que tampoco envejecen las células madre adultas que, localizadas en los diferentes tejidos, se ocupan de reponer las células somáticas a medida que éstas últimas envejecen y mueren.

Como entre los rasgos más prominentes de la vejez están la menor capacidad de regeneración de los órganos y tejidos, y la mayor propensión a las infecciones y al cáncer, se presume que esto es consecuencia de un desequilibrio entre la pérdida y la renovación celular, debidas al decaimiento en la replicación y función de las células madre.

Es que la inmortalidad también tiene un costo. Pues, a lo largo del tiempo y por diferentes factores, las células sufren mutaciones en su ADN, algunas de las cuales pueden ser perjudiciales para el organismo. Cuando una célula muere, sus mutaciones desaparecen con ella. Pero si la célula no muere, acumulará más y más mutaciones durante años, con la probabilidad creciente de convertirse en una célula incapaz de cumplir con su función regeneradora y/o reparadora de los tejidos o, en el peor de los casos, transformarse en una célula tumoral, es decir, una célula que se dividirá infinitamente –haciendo crecer el tumor– sin mostrar signos de envejecimiento.

Según pasan los años

El envejecimiento es un proceso complejo que afecta a cada célula y, en consecuencia, a cada órgano, lo cual, a la larga, lleva al deterioro de las funciones del organismo. Por lo tanto, un objetivo de las investigaciones en este campo es desentrañar los mecanismos del envejecimiento a nivel celular.

Se han postulado más de 300 teorías para explicar esos mecanismos, muchas de las cuales no son excluyentes entre sí. En la actualidad, una de las más aceptadas es la que propone que el envejecimiento está ligado a la acumulación en la célula de los denominados “radicales libres”. Se trata de átomos o grupos de átomos que, por tener un electrón desapareado, son muy inestables y, por lo tanto, recorren la célula intentando robarle un electrón a otras moléculas con el fin de alcanzar su propia estabilidad. Una vez que ha conseguido el electrón que necesita, la molécula estable que se lo cedió se convierte a su vez en un radical libre, por quedar con un electrón desapareado, iniciándose así una verdadera reacción en cadena que destruye a la célula paulatinamente.

Otra hipótesis, que puede ser complementaria de la anterior, sostiene que el envejecimiento celular es debido al acortamiento gradual de los telómeros, que son secuencias de ADN presentes en ambos extremos de los cromosomas. Algunos experimentos muestran que cada vez que una célula se divide, los telómeros se acortan un poco. Esto llevaría a que, después de un determinado número de divisiones celulares, los telómeros habrían desaparecido y el acortamiento del cromosoma comenzaría a afectar a genes importantes para la vida de la célula.

Un caso que abonaría esta hipótesis es el de la oveja Dolly que, en 1996, fue el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta. Dolly fue engendrada utilizando el núcleo de una célula mamaria proveniente de una oveja de su misma raza, que tenía 6 años de edad (los animales de esa raza viven alrededor de11 a12 años), y debió ser sacrificada al cumplir 6 años, después de padecer artritis y una enfermedad pulmonar progresiva. Debido a que sus telómeros eran cortos, se cree que, al nacer, Dolly ya tenía una edad genética similar a la de la oveja a partir de la cual fue clonada.

Actualmente, el clonado se efectúa utilizando núcleos de células madre, debido a que éstas –al igual que las células germinales– poseen telomerasa, una proteína que ayuda a mantener la longitud de los telómeros.

Cuerpos descartables

La constatación de que la máxima duración de la vida puede variar considerablemente entre las diversas especies apoya la idea de que la longevidad tiene una base genética. Pero, aunque está claro que el envejecimiento es producto de la influencia de múltiples genes, se piensa que es improbable que existan genes que promuevan específicamente la senectud.

Si, como se cree, los primeros seres vivos no envejecían, el proceso de envejecimiento sería un producto de la evolución. Podría pensarse que el fenómeno de la vejez “apareció” por selección natural con la finalidad de limitar el tamaño de las poblaciones, o de acelerar el recambio generacional y, con ello, la posibilidad de que los cambios adaptativos surjan más pronto.

Sin embargo, el envejecimiento influye muy poco en la mortalidad de las especies que viven en estado salvaje, donde la gran mayoría de los animales muere por causas extrínsecas (predadores, infecciones, hambre, frío, etcétera). Es decir, en la naturaleza, la duración de la vida no suele ser suficientemente extensa como para llegar a viejos.

Por lo tanto, la selección natural tiene oportunidades muy limitadas de influir en el proceso de envejecimiento y, como consecuencia, las mutaciones que ocurran en el ADN de las células germinales que produzcan efectos deletéreos en edades avanzadas no serán percibidas por el proceso de selección natural, y se irán acumulando en el genoma de la especie a lo largo de las sucesivas generaciones. El resultado de ello es que, aun cuando las condiciones adversas se tornen benignas, la extensión de la vida se verá limitada en algún momento por efecto de esa acumulación de mutaciones dañinas que llevan al envejecimiento y, finalmente, a la muerte.

Dado que la selección natural favorece a los individuos con la capacidad de dejar mayor descendencia, en un ambiente adverso, se verán beneficiados aquellos que tengan alta fecundidad en edades tempranas. Por lo tanto, cuando se produce una mutación genética que favorece la reproducción durante la juventud, ese individuo será “elegido” por la naturaleza para multiplicar la especie, aun cuando esa misma mutación produzca efectos deletéreos en edades avanzadas.

Si bien a lo largo de la evolución los seres vivos desarrollaron mecanismos de reparación de los daños que ocurren en sus células, estos tienen un alto costo energético. Por lo tanto, a la hora de elegir si invertir energía en el mantenimiento del cuerpo o en la reproducción, la selección natural optó por esta última. Así, el “gasto en reparaciones” solo se efectúa cuando es necesario, para mantener el cuerpo vivo el tiempo suficiente para que pueda reproducirse y dejar descendencia. Después de alcanzar ese logro, es descartable. Para la selección natural el cuerpo es, simplemente, un portador de gametos.

Cantidad o calidad

Los avances en el campo de la salud humana y animal han generado condiciones de existencia benigna para muchas especies, incluido el Homo sapiens. No obstante, la lucha contra el proceso de envejecimiento es, a todas luces, desigual. Porque la decrepitud es el resultado de millones de años de evolución en los cuales la selección natural ha privilegiado a la fecundidad por sobre la longevidad. En tanto que solo hace unas pocas décadas que la biología molecular intenta dilucidar los caminos que llevarían a prolongar la vida. En cualquier caso, la ciencia trabaja con la suposición de que existe un límite máximo de supervivencia y que, por lo tanto, para nosotros –los pluricelulares– la inmortalidad sería inalcanzable.

Mientras muchas investigaciones se dirigen a encontrar tratamientos que retarden el proceso de envejecimiento y que eviten o remedien los efectos de las enfermedades relacionadas con la vejez, cabe preguntarse quiénes podrán acceder a ellos.

Por otra parte, la esperanza de vida de la gran mayoría de quienes hoy habitamos este mundo podría aumentar más que significativamente con el conocimiento que ya se ha alcanzado.

Asesoramiento: Doctores Norberto Iusem y Esteban Hassón

TOP TEN

Según el Gerontology Research Group (www.grg.org), una organización no gubernamental que mantiene registros actualizados de las personas más longevas del mundo, al momento del cierre de este artículo los 10 individuos más viejos del planeta son los siguientes:

Lugar de nacimiento

Lugar de residencia

Nombre

Fecha de nacimiento

Años

Días

Sexo

1

EEUU

EEUU

Besse Cooper

26 de agosto 1896

114

235

F

2

Japón

Japón

Chiyono Hasegawa

20 de noviembre 1896

114

149

F

3

Italia

Italia

Venere Pizzinato-Papo

23 de noviembre 1896

114

146

F

4

Japón

Japón

Shige Hirooka

16 de enero  1897

114

92

F

5

Italia

EEUU

Dina Manfredini

4 de abril 1897

114

14

F

6

Japón

Japón

Jiroemon Kimura

19 de abril 1897

113

364

M

7

EEUU

EEUU

Ella Schuler

5 de septiembre 1897

113

225

F

8

EEUU

EEUU

Delma Kollar

31 de octubre 1897

113

169

F

9

Japón

Japón

Toshi Horiya

8 de noviembre 1897

113

161

F

10

EEUU

EEUU

Leila Denmark, M.D.

Feb. 1, 1898

113

76

F

 Fecha de referencia: 18 de abril de 2011