Una ventana hacia lo inmenso y lo diminuto
Con dos décadas de actividad en órbita, la Estación Espacial Internacional es la construcción más alejada de la Tierra que los seres humanos han podido habitar. Fruto de la colaboración de las agencias espaciales de Estados Unidos, Rusia, Japón, Europa y Canadá, se trata de una base para realizar experimentos clave, en un marco de microgravedad, para investigar en diversos campos de la ciencia. También constituye el puente para programar futuras misiones a la Luna y a Marte.
La máquina más grande en el espacio lleva veinte años tripulada por humanos, de manera ininterrumpida. Podemos verla a simple vista moverse por el cielo, girando sobre el planeta Tierra más de quince veces al día. También tenemos el privilegio de saber qué sucede en su interior: como si fuera un reality show, decenas de cámaras registran todos los rincones de la Estación Espacial Internacional. Astronautas de las agencias rusa, estadounidense, europea, japonesa y canadiense comparten su tiempo mientras realizan todo tipo de tareas que han sido programadas detalladamente, aunque también resuelven imprevistos técnicos que los pueden llevar a una caminata por el espacio. Desde su creación, las diferentes misiones que recibe la Estación buscan, principalmente, extender las fronteras del conocimiento científico y tecnológico.
Llevar a cabo experimentos en la órbita terrestre baja y el espacio tiene ventajas únicas. En primer lugar, está la exposición a la microgravedad: prescindir de la fuerza gravitatoria permite ver los sistemas de una manera un poco menos compleja y, también, observar de otros modos al resto de las fuerzas. En segundo lugar, es el acceso al entorno espacial: los trabajos en la Estación son un entorno ideal para comprender cómo la radiación espacial afecta al cuerpo humano y a los materiales. Por último, ofrece un punto de vista particular hacia el universo -sin la atmósfera terrestre- y «hacia abajo», a nuestro planeta.
Durante dos décadas, quienes han habitado la Estación han experimentado en carne propia la microgravedad; el estudio del cuerpo y los hábitos humanos a cuatrocientos kilómetros de la Tierra han permitido conocer qué ocurre cuando mujeres y hombres pasan largos períodos de tiempo en órbita. Ellos mismos, además, han sido parte de más de tres mil experimentos científicos en múltiples campos como astrobiología, meteorología, astronomía, farmacología y física. Podemos ver en las redes sociales cómo cuidan plantas nacidas a bordo; observar el comportamiento de un grupo de hormigas; instalar cápsulas para investigar superfluidos; secuenciar ADN; tomar fotografías de gran resolución de ciudades, desiertos, islas. Con el tiempo, la Estación se ha convertido en un conjunto de laboratorios de vanguardia, un espacio donde se corren las fronteras y el paso previo para las misiones futuras a la Luna y Marte.
Crear materia en el espacio
Diariamente, los astronautas realizan dos horas y media de ejercicios físicos para mantener sus huesos y músculos sanos. Corren y levantan peso en máquinas que no se parecen a las de un gimnasio, pero resultan fundamentales para la resistencia del cuerpo humano en el entorno extraterrestre. En un espacio reducido, entre cables, computadoras, cajas y objetos de todo tipo hay una especie de bicicleta sin asiento ni manubrio, donde ejercitar la resistencia cardiovascular con ingravidez. A sólo unos pocos centímetros, se distingue otro artefacto que se enciende mientras los astronautas duermen: un laboratorio para enfriar átomos cerca del cero absoluto y así lograr un estado especial de la materia.
Los estados más exóticos de la materia no se identifican sólo con palabras corrientes como líquido, gaseoso, sólido, o, incluso, plasma. Algunos llevan nombres de película: plasma de quarks-gluones, líquido cuántico de espines, hielo superiónico o condensado de Bose-Einstein. Estas complejas formas que adquiere la materia bajo circunstancias poco usuales son hoy producidas en laboratorios de última generación, uno de ellos acoplado a la Estación Espacial Internacional desde 2018: el Laboratorio de Átomos Fríos, uno de los experimentos más importantes de física cuántica en microgravedad. El laboratorio -en inglés Cold Atom Lab– se instaló dentro de la Estación para estudiar gases cuánticos ultrafríos llamados condensados. A diferencia de los gases normales, representan un estado distinto de la materia que comienza a formarse típicamente cerca del cero absoluto -la temperatura a la que los átomos tienen la menor energía y permanecen casi inmóviles-. Por debajo de esa energía no hay nada porque la temperatura es una simplificación de la velocidad de una partícula y no existen velocidades negativas. No se puede estar más quieto que cero.
“Cuando la materia se enfría o comprime mucho, aparecen fenómenos cuánticos. Los condensados de Bose-Einstein son un ejemplo de una transición de este tipo; un gas de bosones extremadamente frío no se comporta como un gas, no actúa como un montón de partículas separadas, sino que lo hace como si fuera una única partícula cuántica, como una gota gorda”, explica Pablo Mininni, profesor del Departamento de Física en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires.
En la naturaleza, toda la materia que conocemos es, en términos de partículas elementales, fermiónica o bosónica. Los fermiones (como los electrones) satisfacen lo que en física llamamos principio de exclusión de Pauli: no puede encontrarse dos en el mismo estado. Los imaginamos siendo todos diferentes, escuchando jazz. Los bosones, en cambio, tienen el comportamiento social opuesto: no les molesta ser todos iguales y permanecer juntos. Siguiendo la analogía, los bosones son “rolingas”, dice Mininni. Si se enfrían lo suficiente, suceden cosas.
“Cerca de los 270 grados centígrados bajo cero los bosones de un gas prefieren juntarse en el estado de menor energía posible, se ‘enfrían’ y se acercan al cero absoluto. Dejan de agitarse, se pegan, y forman un estado de la materia en el que las funciones de onda de todas las partículas se superponen tanto que todo el gas -macroscópico- se describe por una única función de onda. Es algo antintuitivo: un fenómeno cuántico, que uno imagina vive en un mundo muy pequeño, pero genera un cambio macroscópico en las propiedades físicas de un sistema”.
Los físicos Eric Cornell y Carl Wieman sintetizaron el primer condensado de Bose-Einstein en 1995, y años después recibieron un premio Nobel por el logro. Hacer lo mismo en el espacio, sin gravedad, fue un desafío pendiente cuyos resultados se conocieron hace muy poco, a mediados de 2020. Los investigadores de Jet Propulsion Laboratory publicaron en la revista Nature que habían logrado producir en la Estación Espacial Internacional un condensado de Bose-Einstein partiendo de átomos de rubidio; describieron las diferencias entre las propiedades que presenta esa materia con las que han sido observadas en la Tierra.
“El experimento funciona dentro de una cámara de vacío, en una región pequeñita de ésta se genera una nube comprimida a través de fuerzas externas generadas por láseres, campos magnéticos y eléctricos. Esas fuerzas también interactúan con la nube y condicionan su propia dinámica. Si uno quisiera estudiar su dinámica sin la influencia de campos externos necesitaría neutralizarlos. Pero, además, en la Tierra también tenemos el campo gravitatorio, cuando los demás dejan de interactuar con la nube, la gravedad hace que se estrelle contra una de las paredes de la cámara en un par de milisegundos. Esto limita el tiempo máximo en que pueden estudiarse estas nubes de gases ultrafríos, por lo cual, hacer los experimentos en microgravedad implica una ventaja en términos de tiempo”, sintetiza Christian Schmiegelow, director del Laboratorio de Investigación de Átomos Fríos en el Instituto de Física de Buenos Aires de UBA-CONICET.
Un tiempo de observación más largo se traduce en una mayor precisión a la hora de realizar las mediciones. Además, en la ingravidez es más fácil que los átomos queden atrapados por fuerzas más débiles. Esto, a su vez, permite alcanzar temperaturas más bajas, en las que los efectos cuánticos se vuelven cada vez más prominentes. Según Schimiegelow, el experimento resulta fundamental para el desarrollo de mejores sensores de gravedad, de movimiento y de tiempo; y resultan herramientas clave para investigar y descubrir nueva física.
De qué se componen las estrellas de neutrones
Los astro y cosmonautas no solo cuidan a decenas de experimentos que hay dentro de la Estación, también son los guardianes de toda la estructura en caso de que suceda algo inesperado. Están capacitados – y asistidos desde Tierra- para reemplazar partes internas o externas, paseo espacial mediante. La Estación también cuenta con grandes brazos robóticos y grúas de carga que han sido fundamentales en la construcción y ensamble de nuevos módulos. Aunque los guiones cinematográficos nos acostumbraron a los desastres en órbita, la ingeniería de la gran máquina no ha sufrido daños que implicaran peligro para la vida de quienes la habitan. El espacio exterior, en cambio, es muy hostil.
En junio 2017 un telescopio fue lanzado a bordo del SpaceX Falcon 9 hacia la Estación Espacial Internacional. Ensamblado luego, y operativo desde entonces, el detector de Rayos X NICER busca acercar información que contribuya a saber cuán grandes son las estrellas de neutrones, de qué está hecho su interior, en qué lugares del universo habitan y con qué astros interactúan fuertemente. Todas cuestiones en las que los astrofísicos trabajan desde hace décadas.
Las estrellas de neutrones nacen cuando otra muere: una estrella supermasiva colapsa sobre sí misma y deja un centro muy compacto -la masa de un Sol y medio en una esfera de treinta kilómetros de diámetro-. Desde los orígenes de su descubrimiento se creía que la composición de este tipo de estrellas eran principalmente neutrones, hoy se sabe que hay otras partículas en su interior y se especula incluso que allí habitan partículas que aún desconocemos. No sólo su densidad es extrema, también su velocidad de rotación y su campo magnético. Por esta razón, resultan un entorno único para estudiar las fuerzas fundamentales, la relatividad general y el universo temprano; del mismo modo, el incremento de la capacidad observacional permite mejorar los modelos y comprobar teorías.
“La densidad en el interior de una estrella de neutrones es tan alta, tan extrema, que es imposible reproducir en laboratorios terrestres las condiciones que reinan en su interior profundo. La naturaleza y comportamiento de la materia a esas densidades es un problema no resuelto”, dice Leandro Althaus, astrónomo e investigador del CONICET en el Grupo de Evolución Estelar y Pulsaciones de la Universidad Nacional de La Plata. El investigador explica, mediante un ejemplo, lo trascendental que resulta el estudio de estos objetos: “son un laboratorio perfecto para estudiar la fuerza fuerte que reina en el interior de los núcleos de los átomos y deducir el modo en que los quarks y gluones interactúan en esas condiciones. Por otro lado, la fuerza gravitatoria en una estrella de neutrones es tan intensa que su estructura está gobernada por la teoría de la relatividad general. Las mediciones nos dan, entonces, la posibilidad de realizar testeos muy precisos de la teoría”.
Como las estrellas de neutrones emiten fotones de alta energía -muy calientes – es posible encontrarlas en nuestra galaxia a través de detectores de rayos X. Los detectores de este tipo necesitan ubicarse más allá de la atmósfera terrestre, el filtro natural que protege la vida en la Tierra de este tipo de energía; por lo que es común que orbiten sobre satélites. El telescopio NICER, entre otras particularidades, es único en su especie porque forma parte de una estructura mucho mayor: la Estación Espacial Internacional.
Diego Altamirano es astrónomo, profesor de la Universidad de Southampton en el Reino Unido. Con su equipo utilizan diariamente la información que capta y graba el telescopio. Considera que NICER tiene ventajas astronómicas: “ya está en una órbita y no requiere propulsión; no solo prescinde de combustible, también la electricidad a su disposición es infinita. Por otro lado, tiene una gran desventaja, porque estar dentro de la estructura de la Estación implica que los paneles solares de ésta interrumpan la observación periódicamente, no tenemos control sobre eso; del mismo modo requiere adaptarse a las circunstancias e imprevistos que surjan allí”.
Altamirano cuenta que con su grupo utilizan los datos de otros telescopios: “en un mundo ideal querríamos tener un solo instrumento que nos permita ver lo que sucede en todas las longitudes de onda. Sin embargo, los instrumentos astronómicos están enfocados en observar una banda de energía determinada: miramos al objeto mediante antenas de radio, en infrarrojo y rayos X al mismo tiempo. Esto no es sencillo, se requiere de suerte, de contactos, y de un equipo internacional que ayude a organizar la campaña de observación”.
“Dentro de la rayos X, pedimos tiempo de observación en los telescopios Chandra, en XMM- Newton, y en todo lo que esté a nuestro alcance. NICER es el nuevo juguete de NASA, nos permite estudiar agujeros negros y estrellas de neutrones, y a éstos en sistemas binarios -dos objetos astronómicos muy próximos entre sí ligados por su fuerza gravitatoria-. Por ejemplo, cuando una estrella se acerca a un agujero negro, éste consume el gas de la estrella, ese gas pierde momento angular y forma lo que se conoce como disco de acreción. Esa espiral de gas se mueve más rápido a medida que se acerca al agujero negro o la estrella de neutrones con la que está interactuando, se calienta y emite en rayos X. Nos interesa saber qué sucede en las proximidades del agujero negro, a kilómetros de él, por eso observamos cómo se comporta el gas”.
“Estas fuentes son muy débiles, pero la tecnología actual de rayos X permite detectar fotón por fotón y registrar la hora exacta en la que llegó cada partícula de luz y su energía. La temperatura del proceso que produjo ese fotón nos dice algo de la materia que está cayendo al agujero negro. La hora de llegada de un fotón puede traducirse matemáticamente al momento en que ese fotón emprendió el viaje. En realidad, un solo fotón no dice mucho, analizamos las distribuciones en términos de temperatura: cuántos de ellos son de un millón de grados, un millón doscientos grados y así; de este modo inferimos qué parte del proceso físico domina. La información la volcamos en los modelos, ajustamos los parámetros y eso nos permite conocer la temperatura promedio de los rayos X provenientes del lugar observado: nos acercamos a esos 300 ó 400 kilómetros donde la materia o el gas es suficientemente caliente”, resume Altamirano.
Por último, el astrónomo contextualiza la importancia de este tipo de instrumentos en investigación espacial: “las agencias hacen llamados cada cierto período de tiempo para misiones al espacio, NICER obtuvo financiación y ahora busca demostrar no solo que funciona sino que puede escalarse hacia un instrumento más potente, que seguramente en el futuro sea independiente de la Estación espacial”.
La Estación Espacial Internacional es un lugar único. Creado entre los últimos coletazos de la Guerra Fría, es el punto más lejano donde los seres humanos han podido habitar. Hoy resulta la base natural desde donde partirán quienes buscan extender las fronteras de nuestra especie en el viaje por el universo.