Física en acción

De Gaboto y tormentas solares

Para poner a prueba muchos de los desarrollos teóricos, Ana Osella, directora del Grupo de Geofísica Aplicada y Ambiental, sale de su laboratorio de la Ciudad Universitaria y va a realizar exploraciones en campo. Estos viajes la han llevado a los puntos más extremos del país.

1 Nov 2010 POR

El mar era para Sebastián Gaboto su hogar. Ya había acompañado a su padre, Juan, en el viaje exploratorio a la costa de América del Norte. Ahora, él asumía un nuevo desafío. Contratado por la Corona Española, en 1526, volvía a embarcarse en principio hacia el sur, porque debía alcanzar el Estrecho de Magallanes para llegar a las Islas Molucas, en Indonesia. Pero al arribar a lo que hoy es Brasil, halló sobrevivientes de la expedición de Solís, quienes le confiaron la posibilidad de dar con fabulosas riquezas de plata en el interior del continente. Entonces, atraído por el irresistible imán del metal, decide por su cuenta cambiar de rumbo, y pone proa al río de la Plata para internarse en el Paraná y de allí en el Carcarañá. En sus orillas, y tras una serie de vicisitudes, Gaboto funda en 1527 el fuerte Sancti Spíritu, el primer asentamiento europeo en territorio argentino, a unos 60 kilómetros al norte de la actual ciudad santafesina de Rosario.

Muy lejos de aquí, a cientos de millones de kilómetros de la Tierra, el Sol registra actividad que tiene repercusión en nuestro planeta, como las tormentas magnéticas. Éstas pueden provocar desde espectaculares auroras boreales, hasta afectar las telecomunicaciones, y también corroer redes de caños gasíferos, y que en casos extremos, generen importantes fugas de fluidos que obliguen a cortar el suministro a numerosa población. Tal es el caso de gasoductos en la provincia de Buenos Aires o de otros conductos en distintas partes del país, como Tierra del Fuego.

De cara a la cordillera de los Andes, en Mendoza, más precisamente en Malargüe, en un clima no siempre amigable, los científicos hurgan en un pasado antiquísimo, lo que hace sentir que los cinco siglos que nos separan de Gaboto son casi un suspiro en el tiempo. Es que tratan de reconstruir y llevar adelante un estudio paleoambiental de la zona.

¿Qué tienen en común Gaboto, las tormentas solares y un proyecto paleoambiental? Es que son algunas de las tareas de campo que ha llevado adelante como integrante de un equipo, la investigadora Ana Osella, directora del Grupo de Geofísica Aplicada y Ambiental (GAIA) del departamento de Física de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ella atiende a EXACTAmente desde su reducto en el Pabellón I de la Ciudad Universitaria, en un alto en su quehacer y tras haber regresado recientemente de un trabajo de campaña en Puerto Gaboto, la localidad santafesina donde se buscan restos arqueológicos del primer asentamiento europeo en la Argentina.

No fue Gaboto, pero sí otros enviados de la Corona española quienes llevaron a Osella, casi 220 años después, a la Bahía San Julián, en Santa Cruz. Es que allí, entre 1780 y 1784, tuvo vida la Nueva Colonia y Fuerte de Floridablanca, uno de los enclaves más australes de España, y que un grupo de arqueólogos intentaba rescatar del pasado. “Este fue nuestro trabajo pionero y el primero en arqueogeofísica publicado en la Argentina”, recuerda, acerca de las tareas iniciadas en 1998. Hasta entonces, ella con su equipo venían haciendo mediciones geofísicas en búsqueda de agua o contaminantes, pero un día los arqueólogos José Luis Lanata y Ximena Senatore se enteraron de sus actividades y “se les ocurrió proponernos trabajar en conjunto, porque ellos –menciona– sabían que en el exterior habían usado estas técnicas para lograr excavaciones más precisas”.

Desde entonces, este equipo de físicos lleva adelante en el país esta metodología interdisciplinaria que escruta el pasado, valiéndose de un georadar, de métodos electromagnéticos y de datos de  tomografía eléctrica,  entre otros. La idea es tomar  imágenes del subsuelo en tres dimensiones o 3D, algo así como auscultar el terreno para delinear un mapa de todo lo que se halle escondido bajo tierra.

El instrumental llama la atención. El georadar a simple vista puede parecer una máquina de cortar el césped, que durante horas los científicos deslizan lentamente sobre la superficie a estudiar. Por un lado, los aparatos atrapan la curiosidad de los lugareños, y por otra parte, el hecho de poder dar con una reliquia de nuestros antepasados, conduce a que su trabajo no pase desapercibido, y los investigadores resulten forasteros especiales. “Nuestra actividad suele sonar de interés y tenemos notas periodísticas de todos los lugares donde vamos”, dice.

Naturaleza física

Un día de trabajo en el campo es intenso. Ni bien amanece, los científicos acuden al área a hurgar y durante horas, o hasta que desaparece la luz solar, no paran, más allá del descanso para comer algo. “Se caminan muchos kilómetros por día. Si bien el sitio a analizar es pequeño, al requerir barrerlo con alta resolución de datos, por ahí se hacen cuadrículas cada cinco centímetros, y esto implica ir y venir de modo constante. Son ocho horas de caminar, salvo la hora en que hacemos una pausa para el almuerzo”, relata.

Allí no hay sábado ni domingo, todos los días se trabaja de corrido y sólo se interrumpe por mal tiempo. “En Floridablanca, donde fuimos varias veces a hacer campañas, si llueve uno o dos días te obliga a volver, porque es un barrial y resulta imposible hacer algo”, ejemplifica. A cientos de kilómetros de allí, en el desierto de Catamarca, en la localidad arqueológica de Palo Blanco, donde se calcula que vivieron sociedades agro-pastoriles hace 1800 años, el enemigo para cumplir con la rutina prevista es el viento, caliente y seco: el agobiante Zonda.

“Cuando sopla el Zonda, nos vamos del sitio. Con la naturaleza uno no puede ir en contra, se debe respetar y acompañar. Esto se aprende con el tiempo. Al principio uno quiere terminar, pero luego se da cuenta de que no puede”, relata. En otros destinos, la experiencia les enseñó la importancia de escuchar al lugareño. “Por ahí es un día hermoso, y un poblador te dice: ‘Váyanse pronto porque habrá crecida’. Uno piensa en quedarse un poco más, y cuando te querés acordar no podés cruzar para volver porque está todo anegado”, indica.

Si bien, como ella dice, “hay lugares que se resisten” porque la naturaleza les complica la labor, igual nada los detuvo para hurgar en los más extremos puntos de la Argentina. En el pasado, las condiciones eran aún más adversas porque el instrumental resultaba poco manuable, y los obligaba a veces a quedarse junto al instrumental en carpa en el sitio a explorar. “Con los años, los equipos evolucionan y permiten que uno vaya y venga. Igual, como los aparatos nos costaron mucho tenerlos, los cuidamos como bebés”, remarca Osella, que sabe de hijos, pues tiene tres, hoy ya adultos.

Se hace camino al andar

El hospedaje puede ser una carpa en el medio de la nada, una habitación en el pueblo más cercano al sitio de campaña o una cabaña a una cuadra y media del lugar de trabajo como ocurre en Puerto Gaboto. “Nos estamos aburguesando”, bromea. Es que los restos de este fuerte español están hoy en una zona urbana. Los vestigios que están buscando se hallan en el fondo de una granja, donde por suerte nunca se construyó encima. Solamente, alguna vez, hubo un camping. En plena labor, no es raro que se topen con aves de corral y todos los animales que puede albergar una chacra. “En el desierto, alguna vez hemos dado con un escorpión despistado, pero nada más”, memora quien parece minimizar cualquier contrariedad y quizás ésta sea la razón de su larga permanencia en esta tarea.

A Tierra del Fuego o en el interior de la provincia de Buenos Aires, Osella no acudió para mapear los lugares que puedan albergar restos del pasado, sino para advertir posibles grietas de gasoductos que pueden afectar en el futuro el abastecimiento del servicio a una población. “La actividad solar provoca tormentas magnéticas. Éstas inducen corrientes que generan corrosión en cañerías, porque son de metal y pueden producir pinchaduras con la consiguiente pérdida de fluido”, explica. El equipo sigue en el campo los distintos tramos del ducto y efectúa mediciones. Como en los otros casos, siempre las medidas son a ciegas, en el sentido que el conjunto de datos registrados se interpretan una vez de regreso en el  laboratorio de la Ciudad Universitaria. Lo único que hacen en el lugar es chequear que los resultados estén dentro de valores razonables.

En ocasiones, el sitio de trabajo es impensado porque el equipo acude al lugar donde un camión cargado con contaminantes sufrió un accidente y se registraron derrames. En realidad, más allá de si el fin es ambiental, arqueológico, geológico u otro, el grupo de Osella no sólo recoge datos claves para otras disciplinas sino que los toma para mejorar los modelos de interpretación que ellos teorizan. “El primer trabajo comenzó cuando estábamos haciendo simulaciones numéricas teóricas para estimar cómo afectaban las corrientes telúricas inducidas por tormentas magnéticas, entonces surgió esta posibilidad de ir a medirlo en el campo en gasoductos. Es decir, probar en terreno lo que se supone en teoría”.

A diferencia de otras áreas de estudio, Osella y su gente no miden sus logros tanto por la cantidad de citas que alcanzan sus trabajos, sino, por ejemplo, consideran si el mapa diseñado guió correctamente hasta el material buscado. ¿Y esto ocurrió? “Cuando los arqueólogos empiezan a excavar, se usa el plano que elaboramos, y en general coincidió. Hemos presenciado los hallazgos y compartido la alegría con ellos”, concluye, mientras continúa con diferentes proyectos que buscan una solución práctica, ya sean los restos del fuerte de Gaboto o los efectos de tormentas solares.

 


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