Recuperador de pueblos desaparecidos
Se recibió de médico, pero su vocación era la arqueología. Así, se doctoró en antropología en la Universidad de Columbia. Fue director del Museo Etnográfico y jefe de la División Arqueológica del Museo de La Plata. Fue pionero en la aplicación en América del Sur del método de datación por carbono 14, y sus trabajos de campo permitieron reconocer la antigüedad de las culturas prehispánicas en el noroeste argentino.
– ¿Rex es un nombre o un apellido?
– Es un nombre. Cuando yo nací, en 1918, terminaba la primera guerra mundial, y mi padre, que era un admirador de Alberto I de Bélgica, un rey pacifista, decidió ponerme Alberto Rex.
– ¿Cómo se despertó su vocación por la arqueología?
– En realidad, no empezó por la arqueología, sino por la paleontología. De una pasé a la otra. Yo nací en una ciudad de la Pampa bonaerense, Pergamino, con un arroyo bastante profundo que después se convierte en el río Arrecifes. A la orilla de ese arroyo era frecuente el hallazgo de fósiles cuaternarios, de hace alrededor de 14 mil años. En las barrancas, los fósiles estaban a la vista, afloraban, por ejemplo, las corazas de los grandes gliptodontes, pero también había mastodontes, una especie de elefantes de gran tamaño.
– ¿Cómo reconocía esos restos?
– Yo tenía un catálogo de fósiles, publicado por Florentino Ameghino. Era muy fácil, porque estaba bien ilustrado. Uno los miraba y veía la similitud.
– ¿La lectura de Ameghino influyó en su vocación?
– Al principio yo era muy religioso, muy católico, había sido educado en colegio de curas, y creía en el creacionismo, en que Dios había creado todas las especies, se reprodujeron y eran las mismas que había encontrado yo. Es decir, la verdad revelada. Pero cuando tenía diez u once años, cayó en mis manos el libro de Ameghino, que hablaba de la evolución; entonces, cambió totalmente mi cosmovisión. Lo vi claro. De pronto descubrí que había otra verdad: la verdad adquirida, obtenida por el estudio, la verdad científica. De la verdad revelada de la religión pasé a la verdad de la ciencia.
– ¿Cómo llegó ese libro a sus manos?
– Había en mis pagos una biblioteca muy importante, que todavía existe, y un compañero, que murió muy joven, había empezado a leer esas obras, y me transmitió el interés. Así leí a Ameghino y a Darwin. De Ameghino leí su obra sobre la antigüedad del hombre en el Plata. El problema en ese momento era si el hombre había sido contemporáneo o no de las faunas desaparecidas. Ameghino decía que el hombre se había originado en la Patagonia y había sido contemporáneo de especies extinguidas. Ello le valió cuestionamientos muy duros. Él estaba equivocado. Hoy sabemos que el hombre no era tan antiguo como él decía, pero sí sabemos que era más antiguo de lo que se creía en ese momento.
– ¿Cómo se relaciona la paleontología con la arqueología?
– Son dos ciencias distintas, una es ciencia de la naturaleza, la otra es ciencia del hombre. Pero van íntimamente unidas. En las capas geológicas se puede encontrar fauna, restos humanos y también restos de puntas de proyectil, raspadores y otros utensilios. Se buscaban los restos humanos primero, se los localizaba, y luego se trataba de recoger los restos industriales. Pero era más fácil encontrar fauna, y más difícil hallar restos humanos. Yo no los encontré en el arroyo Pergamino. Pero sí en Córdoba, a orillas del lago de Río Tercero. En el fondo de una gruta que estaban excavando aparecieron restos humanos y útiles de piedra. El hallazgo lo hizo una persona aficionada. Pero yo mandé los restos a un investigador con más experiencia, e hizo la descripción, y se publicó. Algunos aceptaron esa información: que la antigüedad del hombre era mayor de lo que se creía. También había otros que no aceptaban, pero yo estaba convencido de que estaba bien. La polémica estaba abierta.
– ¿Por qué estaba en Córdoba?
– Yo había ido a estudiar medicina a Córdoba, con mis compañeros del Nacional. Pero en las barrancas de los ríos buscaba restos humanos. Me dedicaba más a eso que a estudiar medicina. Mal o bien me recibí de médico. Luego me fui a Estados Unidos para hacer prácticas. Me pagué el viaje trabajando como médico de a bordo en un buque de carga. Pero, cuando llegué a allá, en lugar de dedicarme a la medicina, obtuve una beca para estudiar antropología.
– ¿Ejerció la medicina alguna vez?
– En el barco que me llevó a los Estados Unidos.
– Debe tener anécdotas de ese viaje…
– Una mañana, yo estaba en cubierta, tomando sol, y el capitán me mandó a llamar: había recibido un telegrama de un barco, pidiendo un médico porque tenían un enfermo grave a bordo. Nosotros no teníamos medicamentos, pero teníamos médico y enfermero. Navegamos toda la noche, y a la madrugada ya estábamos frente al barco, era un petrolero que venía de Australia. Nos mandaron una lancha, así que me largué a ella para trasbordar al buque. El paciente era un marinero que estaba con una peritonitis. Si lo abría y hacía algo para drenarlo, lo iba a matar del shock, e iba a tener el remordimiento toda la vida. Le dije que no podía hacer nada, y que avisaran al puerto más cercano para que tuvieran listo un quirófano, porque a ese hombre había que abrirlo como fuera. Ellos no tenían médico, pero tenían muchos medicamentos. Así que busqué un recipiente con suero, le puse una vía, lo hidraté y le di analgésicos. Yo pensé que se iba a morir, pero, por lo menos, que no sufriera tanto. Finalmente, muchos años después me enteré de que fue operado y se recuperó. Y llamaron al capitán del barco para agradecer los servicios prestados.
– Usted se fue como médico y volvió siendo antropólogo.
– Fui a Columbia y la idea era entrar como médico en cualquier servicio y hacer práctica médica, pero me metí en la carrera de antropología e hice un PhD. Luego me encontré con que tenía dos títulos, y eran incompatibles entre sí. O era médico o era arqueólogo, y mi vocación era la arqueología. Tenía que decidir. Cuando volví, hice un viaje a la Patagonia, estuvimos en la cordillera tres meses haciendo arqueología, y me decidí, nunca más volví a la medicina. Parte es la voluntad, parte el azar, lo que determina nuestro destino. Fue una decisión difícil, porque no era fácil vivir de la arqueología, aquí no había una carrera. Pero, cuando se creó el Conicet, me presenté inmediatamente, entré a trabajar e hice allí toda la carrera. Y eso me dio la posibilidad de vivir haciendo lo que me gustaba. Eso fue extraordinario.
– ¿Cuál fue el hallazgo más emocionante?
– El de la cueva de Intihuasi, en la provincia de San Luis. En el libro de Ameghino, yo había leído una referencia a esa cueva. Porque un investigador francés, que había visitado el sitio, decía que era muy antiguo y que podrían encontrarse restos. Leí ese artículo y me quedé impresionado. Tal vez estaba predestinado. No puedo explicarlo, pero se me puso la idea de que yo tenía que ir allí. Pasaron los años y tuve la oportunidad de visitar ese lugar.
– ¿Qué fue lo que encontró allí?
– En ese momento se estaban haciendo excavaciones para construir un acceso a la gruta, y aparecían puntas de flecha, raspadores, toda una serie de instrumentos líticos que yo ya había aprendido a distinguir. Los excavadores no le daban importancia a esos objetos, los tiraban. En esa ocasión se me había puesto que yo tenía que ir a excavar.
– Y finalmente fue…
– Cuando llegué, vi que los sedimentos tenían muchos restos. Y empecé a emplear la técnica de la estratigrafía, que se conocía en Estados Unidos, en particular en Arizona. Y encontré que había una superposición muy clara de culturas, todas de cazadores de guanacos y ciervos, y recolectores de huevos de avestruz y frutos. Con el estrato más antiguo se hizo el primer fechado de carbono 14 en la Argentina. Ya se comenzaba a aplicar el carbono radioactivo en Estados Unidos. Cuando leí artículos sobre esa técnica, me pareció extraordinario, era la solución de un problema muy difícil, que los arqueólogos habían tenido por siglos, cómo fechar las culturas. Uno encontraba una cultura en una capa, pero no había forma de saber qué edad tenía. Con el carbono 14 todo era más sencillo, se juntaba un poco de material (generalmente, restos de fauna), se mandaba al laboratorio, y se obtenía la fecha. Pero en ese momento había pocos laboratorios y cada fechado era muy costoso.
– Cuando tuvo la fecha, ¿qué pasó?
– Estuve un año esperando, con gran ilusión. La ciencia oficial de ese momento decía que esos restos eran recientes, de la época de la conquista, siglo XVI. Pero el análisis dio que tenían unos ocho mil años. Fue un asombro total, produjo una gran conmoción. Algunos decían que el método no servía, pero yo tenía fe en que el procedimiento era bueno.
– ¿Qué es lo que mueve a un arqueólogo? ¿Qué es lo máximo a lo que aspira?
– Reconstruir el proceso evolutivo de las culturas desaparecidas, culturas de cuya existencia no teníamos la menor idea. Y uno encuentra un modo de vida, una cultura de un grupo grande de gente, que existió, y tuvo sus palabras, sus aspiraciones, sus deseos, evolucionó a través del tiempo, y desapareció, por las circunstancias que dispone la propia naturaleza, la propia existencia.
– ¿Cómo se relaciona la evolución cultural con la evolución biológica?
– Una responde a una ciencia, la biología, y la otra responde a la ciencia de la cultura. Los parámetros y los principios que rigen una y otra son distintos. El proceso de evolución cultural tiene sus propios parámetros, porque interviene la voluntad y el deseo del hombre, que traza la línea hacia donde se dirige.
– ¿En la cultura también hay una adaptación?
– La evolución cultural también es una forma de adaptación al medio para poder subsistir. Es un principio darwinista: la subsistencia, la perduración. El hombre fabrica los utensilios para poder sobrevivir en un medio artificial, creado. Pero rigen otras leyes que en la biología.
– ¿La arqueología tiene un vínculo con el arte?
– Los restos que estudia el arqueólogo no son sólo los objetos utilitarios, como las puntas de lanza, los proyectiles y los cuchillos de piedra, sino que también estudia otros restos, y entre estos se encuentran las creaciones del hombre, que no tienen un fin utilitario. Hay un grado de aplicación simbólica, o un uso de las formas que tienen importancia desde el punto de vista estético. Eso pone en contacto al arqueólogo con el mundo del arte. Y pasa de un ámbito a otro sin quererlo. La línea que divide a ambos a veces es difícil de determinar.
– ¿Cuál fue su mayor aporte?
– Difundir la técnica del carbono 14. Sobre todo, el interés que traté de despertar y que se tradujo en la creación del Laboratorio de Tritio y Radiocarbono, que todavía funciona en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Uno de los problemas importantes que tenía el arqueólogo cuando encontraba restos de una cultura era el fechado. Saber en qué época había vivido esa cultura, para determinar quiénes habían vivido antes y quiénes después. Hacer la secuencia, esto era muy importante, y los métodos anteriores al carbono 14 eran relativos. Había cuatro o cinco técnicas. Había culturas que tenían su fechado, por un método u otro. Una de ellas era la egipcia, y las culturas del Mediterráneo relacionadas con ella. Se encontraban objetos en una capa, restos de tal dinastía, que ya estaba fechada, entonces, una capa superior, era más nueva. En Creta, por ejemplo, se encontraban restos que se vinculaban con tal dinastía, que ya estaba fechada, entonces se podía datar. Pero no teníamos un procedimiento absoluto, y era un obstáculo grande, especialmente para etapas muy antiguas.
– ¿Qué le brinda la arqueología a la sociedad?
– Si no tenemos cronología no tenemos historia. Nos brinda el conocimiento de pueblos distintos, la relación de unos con otros, eso es básico. Cuáles vinieron primero, cuáles después. Al conocer la secuencia, también conocemos el proceso evolutivo, el desarrollo de ciertas tendencias. Durante mucho tiempo, sobre todo para los primeros cuarenta mil años, se carecía de secuencia. El descubrimiento del carbono 14 fue tan importante que le valió al descubridor, Willard Libby, el premio Nobel, en 1960.
– ¿La sociedad valora el conocimiento sobre las culturas que nos precedieron?
Sólo los historiadores, y la gente con sentido histórico, pero no la sociedad en general.
Es una apetencia personal de quienes se interesan por el pasado, y ven ese pasado como un proceso, en que se suceden las culturas. Probablemente en Europa haya un mayor sentido histórico en la gente. Porque de eso depende, del sentido histórico del individuo. Para algunos es una necesidad conocer qué paso antes, hace cinco mil años, por ejemplo. Pero, para otros, eso no tiene ninguna importancia.
– ¿Ese desinterés puede deberse a la educación?
– Puede ser. Yo escuchaba a mis padres que estaban interesados en lo que había pasado en tal o cual lugar, entonces era lógico que yo desarrollara una sensibilidad para el conocimiento del pasado. Mi padre tenía un gran interés por el pasado, leía mucha historia, es probable que me transmitiera parte de ello.
– El desprecio por nuestro pasado ¿incide en el poco cuidado respecto del patrimonio arqueológico?
– Hay un mercado permanente de objetos arqueológicos. Ya en 1913 se creó una ley, la 9080, para evitar que se comercialicen las piezas arqueológicas. El nuestro es el primer país de Latinoamérica que decretó una ley estableciendo que los restos debían ser denunciados inmediatamente que se descubren, pero esa ley no se cumplía. En el año 2004 se sancionó la ley nacional 25.743 que estipula que la tutela y defensa del patrimonio arqueológico está en manos del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano. Sin embargo el tráfico sigue siendo bastante difícil de combatir. Esto sucede en toda Latinoamérica, en los países más ricos en restos arqueológicos, como Perú, se trafica, se compra y se vende en cualquier boliche. La ley está, hay que hacerla cumplir, poner inspectores, individuos preparados. En la calle Florida, en Buenos Aires, uno va a una boutique y encuentra las piezas que quiera, porque hay un comercio ya establecido.
– ¿Qué es lo más gratificante que recuerda de su trabajo?
– Además de la aplicación de la técnica del carbono 14, la clasificación del estudio evolutivo de las culturas del noroeste, a las que me dediqué, y entre ellas la más importante fue la que bauticé La Aguada. En ella trabajé durante 60 años. Estudié cómo se formó a partir de culturas precedentes, cómo se desarrolló, y finalmente decayó y desapareció, reemplazada por otra. A esta cultura de la Aguada le dediqué un libro, y realmente me deparó muchas satisfacciones.
– ¿Qué le diría a un joven que quisiera dedicarse a la arqueología?
– Que no se haga ilusiones en el sentido de esperar réditos económicos, que se dedicará a una disciplina porque le gusta, pero las posibilidades económicas son siempre reducidas. Tendrá que conformarse con una vida modesta, pero brinda la satisfacción de los hallazgos y de los resultados de las búsquedas.
– ¿En Europa un arqueólogo puede vivir con mayor holgura?
– No es que en Europa un arqueólogo esté mejor remunerado, sino que lo está la ciencia, en general. La ciencia tiene mayor apoyo.
– ¿Hubo algo que hubiera querido hacer y no hizo?
– En general, tuve bastante suerte, en realidad hay muy pocos seres humanos que hayan hecho lo que deseaban. Realmente pude realizar en gran parte mi vocación, sin mayores problemas.
– Entonces, no le quedó nada en el tintero…
– Hay centenares de culturas que todavía deben descubrirse, lugares que arqueológicamente son interesantes. No sabemos cuántas culturas existieron, ni dónde y cómo se desarrollaron. Queda mucho sin fechar. Pero no puedo ponerlo en el balance negativo. Es una consecuencia inevitable del hacer científico. Llego al fin de mi existencia y agradezco al destino que me haya permitido en buena parte hacer lo que deseaba. Tuve la suerte de estar rodeado de personas que me ayudaron y estimularon. Por un lado, mis padres, que no torcieron mi vocación. Ellos hubieran preferido que me dedicara a la medicina. Y en mi esposa tuve una colaboradora extraordinaria. Ella, que era artista plástica, realizaba los diseños de las cerámicas que yo encontraba, cuando no era tan fácil tomar fotografías. Si tuviera que volver a empezar, sería arqueólogo, eso sin duda.