La resistencia de las papas
Los patógenos vegetales son un riesgo para la seguridad alimentaria. El 80% de los campos de papa, por ejemplo, están amenazados por Phytophthora infestans, el oomicete que ocasionó la gran hambruna de Irlanda a mediados del siglo XIX. La investigadora María Eugenia Segretin, explora nuevas herramientas biotecnológicas que permitan desarrollar cultivos resistentes a estas enfermedades.
«Destructor de plantas». La derivación griega del nombre de Phytophtora infestans da cuenta de su potencial devastador. Se trata de un oomicete, un patógeno filamentoso que provocó, entre otras catástrofes, la gran hambruna de Irlanda, a mediados del siglo XIX, arrasando todos los cultivos de papa. Un millón de irlandeses murieron. Otros tantos emigraron. Todavía está entre nosotros. De hecho, el 80% de la superficie cultivada con esa solanácea en la Argentina es susceptible de padecer la llamada enfermedad del «tizón tardío».
En rigor, todos los patógenos vegetales constituyen un riesgo cierto para la seguridad alimentaria. La bacteria Candidatus liberibacter amenaza con su «greening» al 20% de las plantaciones de cítricos a nivel global, y la roya del tallo de trigo (Puccinia graminis), a la totalidad de las tierras cultivadas con ese cereal. Peligros similares enfrentan el café, la banana y otros cultivos, intensificados por el cambio climático, la intensificación de la agricultura y el comercio global, que dispersan estas enfermedades.
Hasta aquí, la respuesta tradicional a enfermedades causadas por hongos y oomicetes se basa en la selección de variedades naturalmente resistentes, en el manejo de rastrojos y, desde luego, en el uso intensivo de fungicidas, que tiene varias desventajas: introduce mayores costos de producción, puede afectar al medio ambiente, supone riesgo para los operarios, la lluvia o el riego pueden neutralizarlos y, además, puede originar fungo resistencia.
Pero existen otras respuestas para el control de estas enfermedades, y son las que ofrece la biotecnología. A esa tarea está abocada María Eugenia Segretin, doctora en biología, profesora del Departamento de Fisiología, Biología Molecular y Celular de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA e investigadora del CONICET en el Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular “Dr. Héctor Torres” (INGEBI-CONICET). Su objetivo: desarrollar nuevas estrategias biotecnológicas de resistencia de los cultivos a partir de la comprensión de los mecanismos moleculares involucrados en la interacción entre el patógeno y su hospedante.
«Me especialicé en Phytophthora infestans durante mi posdoctorado en Inglaterra. Y la idea fue seguir investigando aquí, en el Laboratorio de Biotecnología Vegetal que dirige Fernando Bravo-Almonacid en el INGEBI. Phytophthora es un problema en nuestro país. Una vez que se establece es muy difícil frenarlo: puede destruir un campo entero de papas en una semana, con pérdidas enormes, y también afecta, en menor medida, a tomates, pimientos, soja y forestales. Es un género devastador», explica Segretin, quien disertó recientemente sobre el tema en las jornadas «Exactas y el Agro», que se desarrollaron en el Pabellón 2 de Ciudad Universitaria.
Segretin trabaja con el objetivo de desarrollar cultivos de papa resistentes a Phytophthora infestans. En este camino, lo primordial es conocer al patógeno. En consecuencia, una línea de investigación apunta a caracterizar aislamientos locales de Phytophthora infestans obtenidos de campos afectados. Por otra parte, explora distintas herramientas biotecnólogicas para generar cultivos resistentes, entre ellas, una que involucra a los cloroplastos (organela propia de las células vegetales donde ocurre, nada menos, que la fotosíntesis) y su relación con la inmunidad de la planta, y otra que apunta a «resucitar» receptores inmunes que le permitan a la planta resistir a los patógenos.
«Hace años que se trabaja sobre una estrategia que implica tomar algunas proteínas que normalmente se inducen en la planta en respuesta a infecciones con hongos o bacterias y acumularlas preventivamente, para que la planta esté preparada para defenderse. El problema con muchas de esas proteínas es que su efecto depende de la cantidad que se logre acumular, pero además, si uno acumula esa proteína fuera del momento en que debería acumularse, esa sobreexpresión puede generar lesiones en la planta. Las vías de resistencia en una planta están muy controladas, deben encenderse en el momento justo, si no pueden llevar a la aparición de lesiones, e incluso de muerte celular», describe Segretin, y continúa: «Se nos ocurrió entonces, ya que el efecto depende de la dosis pero tener mucha cantidad constantemente puede no ser beneficioso para la planta, acumular esas proteínas en el cloroplasto. Es como tenerla contenida esperando a que el patógeno venga «.
Cuando la planta es infectada por oomicetes como Phytophthora infestans, se forma en la célula vegetal una estructura llamada haustorio, «como una invaginación que hace el patógeno, rompiendo la pared celular y entrando en contacto con la membrana de la célula. En ese lugar se da un intercambio: allí el patógeno puede tomar alimentos y la planta también puede mandar moléculas asociadas a la defensa. Lo que vimos es que, durante la infección, los cloroplastos se acumulan alrededor del haustorio, y eso puede indicar que el cloroplasto puede tener un rol, enviando compuestos o bien por acción mecánica, porque también pudimos ver cómo eventualmente la estructura del patógeno puede colapsar por la acción de los cloroplastos».
Respecto a lo que Segretin llama una «carrera armamentista» entre el patógeno y el biotecnólogo, otra estrategia es la «resurrección» de proteínas que se conocen como receptores inmunes. «Son las que reconocen ciertas proteínas del patógeno que son liberadas dentro de la célula vegetal y que se conocen como proteínas efectoras. El patógeno va desarrollando estrategias para by passear estos receptores inmunes, que van perdiendo su efectividad. Una línea de investigación que estamos encarando es la posibilidad de resucitarlos. Para eso, se les generan cambios al azar a esas proteínas, esperando encontrar nuevas variantes que puedan volver a reconocer a las proteínas efectoras del patógeno y así desencadenar respuestas de defensa en las plantas. A esta estrategia se la llama evolución artificial«.
Eso pasó en Irlanda hacia 1845. «La principal hipótesis, a partir de estudios de ADN ancestral en herbarios de la época, es que había un gen de resistencia en la planta de papa, el R3a, muy presente en los cultivares de entonces, y que una nueva cepa de Phytophthora infestans, sólo con el cambio de dos aminoácidos en la proteína que era reconocida por este gen, hizo que se quebrara la resistencia. Así, el nuevo alelo mutado se estableció en la población de Phytophthora infestans y el gen perdió efectividad. Parte de mi trabajo de posdoctorado fue procurar que ese gen pudiera reconocer a este nuevo alelo. Lo logré en el laboratorio –cuenta Segretin–, pero después, cuando lo pusimos en las plantas, no funcionó como esperábamos. Hay que seguir trabajando para lograr el objetivo final: plantas resistentes a Phytophthora infestans«.
En esta «carrera», cierra la investigadora, «no podemos apostar contra el patógeno, sobre todo en el tipo de agricultura que tenemos nosotros, donde hay una gran homogeneidad genética. Su habilidad para adaptarse es sorprendente. Y las soluciones tipo ‘bala de plata’ rara vez son duraderas. Hay que generar un marco adecuado para desarrollar nuevas especificidades de resistencia e introducirlas en los cultivos afectados, o sea, que la biotecnología logre obtener resistencia a estos patógenos más rápidamente de lo que ellos evolucionan».