Codo a codo con la comunidad
El grupo Cosensores desarrolló un biosensor económico, fácilmente aplicable por usuarios no expertos, para detectar toxicidad en el agua de consumo de campesinos de Quimilí, en Santiago del Estero. Una experiencia de investigación colaborativa que busca empoderar a comunidades con problemáticas socioambientales, revalorizando sus propios saberes.
Cómo se construye una ciencia comprometida con la sociedad, quiénes y cómo definen qué hay que investigar, cuál debe ser la relación entre la universidad, sus instituciones científicas y las organizaciones de la sociedad civil, particularmente las de comunidades vulnerables que buscan empoderarse a partir de sus propias demandas y sus propios saberes. Los muchos debates sobre la orientación del sistema científico tecnológico, que ciertamente ponen en discusión el concepto mismo de “extensión”, han generado en el campo académico diversas corrientes -llamadas «investigación de acción participativa, «coproducción de conocimiento», «investigación colaborativa» y otras-, enfocadas en el trabajo conjunto de los científicos junto a comunidades ya organizadas en el territorio.
En esa línea se inscribe la experiencia de Cosensores, un grupo interdisciplinario del que forman parte graduados y estudiantes de doctorado de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, provenientes de distintos campos de la investigación científica –biofísica, bioinformática, bioquímica estructural–, y que trabaja horizontalmente junto al Movimiento Campesino de Santiago del Estero – Vía Campesina (MoCaSe-VC), con un objetivo básico: desarrollar un biosensor económico, fácilmente aplicable por usuarios no expertos, para detectar toxicidad en el agua que consumen esas comunidades.
Cosensores surgió a comienzos de 2013, impulsado por el deseo de sacar la investigación fuera de los muros del laboratorio para brindar respuestas respecto de una problemática social muy extendida en el país, la contaminación del agua, pero con una fundamental motivación inicial: “Buscábamos que nuestra tarea sirviera, además, para generar un proceso reivindicativo de las demandas de la comunidad con la que íbamos a trabajar, y que eso redundara en mejoras concretas en su calidad de vida”, explica Juan Manuel Romero, biólogo del Departamento de Química Inorgánica, Analítica y Química Física de Exactas UBA y del Instituto de Química Física de los Materiales, Medio Ambiente y Energía (INQUIMAE, UBA-CONICET) y miembro de Cosensores.
Esa búsqueda y vínculos previos de otros integrantes del grupo los llevaron a tomar contacto con el MoCaSe-VC, la organización constituida en Santiago del Estero a comienzos de los ’90 cuyos principios son la defensa de la tierra contra los desalojos forzados, la soberanía alimentaria y una reforma agraria integral, y que ya venía trabajando en dos problemáticas asociadas al agua: por un lado, la natural abundancia de arsénico en las fuentes de agua para consumo de la provincia, y por el otro, la presencia de agroquímicos provenientes de las fumigaciones de sistemas productivos agroindustriales.
Fueron a escuchar, “no a llevar soluciones en una valijita”, convivieron en los ranchos con las familias de la Comisión Central de Pequeños Productores “Ashpa Sumaj”, de Quimilí, en el sudeste provincial, y la reflexión colectiva fue direccionando el proyecto. El movimiento ya contaba con tiras reactivas para cuantificar arsénico. Lo que necesitaban, les dijeron, era relevar la contaminación con glifosato, al que adjudican un fuerte impacto en su salud, en la de sus animales y sus plantas. “El agua escasea. Juntan agua en techos de chapa que, vía canaletas, guían hacia tachos o aljibes. El avión fumiga, el agrotóxico queda en el techo, la lluvia lo arrastra y lo lleva al agua de consumo”, describe Romero.
En acuerdo con el concepto de “investigación de acción participativa», se buscó diseñar un dispositivo sencillo, que la misma comunidad pudiera utilizar y comprender, y cuyos resultados pudieran ser contrastados con sus propias observaciones. Tras varios análisis, se decidió que la opción más viable era construir un biosensor de célula entera, económico, basado en microalgas unicelulares sensibles al glifosato, que crecen en agua saludable y no lo hacen si hay presencia de ese compuesto. Inmovilizaron las algas con la técnica de alginato dentro de una pequeña cápsula, que tiene una membrana semipermeable que permite la entrada del agua y eventualmente de los tóxicos que contenga. Eso, dentro de un tubo, en los repositorios de agua.
La sencillez del dispositivo permitió que fuera la propia población “compañera” –como la llaman los Cosensores−, en su territorio y de manera autónoma, la que llevara adelante el relevamiento, con herramientas comprensibles, apropiables y eventualmente reproducibles por la misma comunidad. En general, fueron jóvenes estudiantes de la Escuela de Agroecología del MoCaSE-VC los que participaron de la experiencia de muestreo y también de la construcción del biosensor.
“El trabajo es horizontal, el modo en que se dialoga con el movimiento, el modo en que se toman las decisiones y, en ese sentido, es realmente muy enriquecedor”, explica Costanza Urdampilleta, también bióloga, quien está cursando su último año de doctorado e integra el Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la UBA. Ya había trabajado en Santiago del Estero en un proyecto sobre manejo de bosques y se sumó a Cosensores en 2015. “Sería deseable que la academia avanzara hacia alguna forma de institucionalización de este tipo de experiencias de coproducción científica”, agrega.
Los integrantes del grupo señalan las dificultades que supone esta modalidad colaborativa y militante, sobre todo en localidades tan alejadas: la búsqueda permanente de financiamiento para insumos y viáticos, pero también el lugar marginal en el que, explican, los ubican los parámetros tradicionales de evaluación de las actividades denominadas de extensión universitaria. Mencionan, por ejemplo, la imposibilidad de contar con un espacio propio de laboratorio.
En cualquier caso, su particular enfoque coproductivo, vinculado en este caso a problemáticas socioambientales largamente invisibilizadas, sitúa a los Cosensores en una zona disruptiva dentro de la producción académica, con el foco puesto, precisamente, en la revalorización de los saberes de esas comunidades en situación vulnerable. “Las comunidades campesinas han acumulado una gran cantidad de datos y producido conocimiento sobre la existencia de agrotóxicos en sus aguas de consumo y sus efectos adversos sobre la salud humana, la producción agropecuaria y la organización socio-económica de las comunidades, pero su lugar en el espacio social y su forma no institucionalizada de producción de conocimiento −dependiente de la observación de signos de la naturaleza, correlacionados con cambios en las actividades antrópicas circundantes− no permite que sus discursos sean legitimados como discursos de verdad”, cuestiona una publicación del grupo.
El próximo desafío de los Cosensores, entonces, es validar en un paper los resultados de las mediciones de glifosato detectadas en Quimilí, lo que redundaría en una mayor legitimidad de las demandas que enarbolan esas comunidades, no sólo en términos de opinión pública sino también como herramienta jurídica.