Sondas interestelares

Viaje a la estrellas

Desde sus inicios, la humanidad miró a las estrellas para interrogarse acerca de su lugar en el universo. Desde hace pocas décadas, empezó a soñar con alcanzarlas. En el año 2012, un objeto fabricado por el hombre nos avisó que había alcanzado el espacio interestelar. Tal vez el sueño sea posible.

23 Jun 2014 POR
En la actualidad, existen cinco sondas que pudieron escapar a la gravedad del Sol y van en dirección al espacio interestelar: las Pioneer X y XI, las Voyager I y II, y la New Horizons. Son los artefactos creados por el hombre que más se han alejado de la Tierra.

En la actualidad, existen cinco sondas que pudieron escapar a la gravedad del Sol y van en dirección al espacio interestelar: las Pioneer X y XI, las Voyager I y II, y la New Horizons. Son los artefactos creados por el hombre que más se han alejado de la Tierra.

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Los días de la Tierra están contados. Porque un día el Sol acabará de consumir todo su combustible y se apagará. Pero, antes de extinguirse, nuestra estrella crecerá de tamaño de manera colosal y, durante esa expansión, irá devorándose –uno a uno– a los planetas del Sistema Solar. Así, dentro de unos pocos miles de millones de años, la Tierra será un rescoldo.

Para entonces, si la humanidad aún no se destruyó a sí misma, o no encontró algún otro lugar para vivir, el único rastro que quedará de nuestra civilización serán las naves que hayamos enviado al espacio interestelar.

De los miles de objetos que se han lanzado al cosmos, la gran mayoría quedó orbitando nuestro planeta, como es el caso de los satélites artificiales o las estaciones espaciales. No obstante, algunas naves alcanzaron la Luna. Otras, las menos, visitaron planetas.

En la actualidad, existen cinco sondas que pudieron escapar a la gravedad del Sol y van en dirección al espacio interestelar: las Pioneer X y XI, las Voyager I y II, y la New Horizons. Son los artefactos creados por el hombre que más se han alejado de la Tierra.

Mundo frío

Después de la Segunda Guerra Mundial, las dos potencias triunfantes –Estados Unidos y la Unión Soviética– se repartieron el mundo en una lucha que, por no implicar acciones militares directas entre ambos contendientes, tomó el nombre de Guerra Fría. El muro de Berlín representaba la frontera simbólica entre dos bloques que se enfrentaban por la supremacía en diferentes terrenos: político, ideológico, económico, social, informativo, militar, tecnológico e, incluso, deportivo.

Durante esa competencia, se desarrolló una escalada armamentista que saturó los arsenales con artefactos de destrucción masiva y que puso a la humanidad al borde de su aniquilación. Pero, paralelamente, se desarrollaba una disputa que llevaría al ser humano a trascender su destino terráqueo y traspasar el techo de ese mundo frío: la carrera espacial.

Al principio, los soviéticos tomaron la delantera con el inicio, en 1957, del programa Sputnik y luego, en 1961, del Vostok, que llevó al primer astronauta al espacio exterior. Después, los norteamericanos pasaron a la vanguardia y, en 1969, mediante el programa Apolo, apoyaron un pie en la Luna.

“En aquella época, la actividad espacial no estaba centrada en el afán por la exploración y el conocimiento del cosmos, sino en la competencia que generaba la Guerra Fría. La llegada a la Luna fue mucho más importante desde el punto de vista tecnológico que científico”, consigna el doctor Marcos Machado, director científico de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE). “En la década del ’70, con Skylab (NdR: la primera estación espacial estadounidense, que orbitó la Tierra entre 1973 y 1979) y el lanzamiento de las primeras sondas interplanetarias, comenzó verdaderamente el objetivo científico”, completa.

Pioneras

Con el objetivo de obtener imágenes cercanas de Júpiter, el 2 de marzo de 1972 la Agencia Espacial Norteamericana (NASA) lanzó al espacio la Pioneer X. A una velocidad de 52.000 km/h, la nave pasó por la Luna en sólo once horas y cruzó la órbita de Marte en apenas doce semanas. Ahora, tenía por delante el anillo de asteroides, un cerco de unos 80 millones de kilómetros de espesor compuesto por polvo y rocas –algunas de las cuales pueden alcanzar un tamaño de varios cientos de kilómetros de diámetro– que orbitan entre el planeta rojo y Júpiter. “En aquel momento, el interrogante era si una nave podría sobrevivir al pasar por ahí”, rememora Machado. “Porque hay piedras por todos lados”, ilustra.

El 15 de julio la Pioneer X comenzó a atravesar el anillo de asteroides. Siete meses después, salió de él y enfiló para Júpiter. Al año de vuelo, el 3 de marzo de 1973, la Pioneer X había recibido 123 impactos de meteoritos, 70 de los cuales habían ocurrido en la zona de asteroides.

Acelerada por la gravedad de Júpiter, la sonda adquirió una velocidad de 132.000 km/h y el 3 de diciembre de 1973, desde una distancia de apenas 130.000 km de la capa de nubes, capturó las primeras imágenes cercanas del coloso del Sistema Solar y de algunos de sus satélites. También, trazó un mapa del cinturón de intensas radiaciones que rodea al planeta, localizó su campo magnético y reveló que Júpiter es, predominantemente, un planeta líquido.

La misión original estaba cumplida. Algunos instrumentos habían quedado inutilizados por efecto de las radiaciones. Pero la nave todavía contaba con algo de combustible para impulsarse y con la energía suficiente para mantener en funcionamiento a buena parte del instrumental. Fue así que, aprovechando el impulso gravitatorio que le había dado Júpiter, la Pioneer X siguió viaje hacia el espacio profundo.

Concebida para una vida útil de poco más de dos años, la nave continuó transmitiendo datos –al menos– hasta el 23 de enero de 2003, fecha en que se recibió la última señal, débil, de la sonda. Hacía varios años que la mayoría de sus instrumentos habían dejado de funcionar por falta de energía.

Al momento de quedar incomunicada, estaba a 12 mil millones de kilómetros de la Tierra, más del doble de la distancia media que nos separa de Plutón. Iba en dirección a Aldebarán, una estrella muy brillante de la constelación de Tauro, la que vemos en el ojo del toro. Se calcula que, si ningún meteorito lo impide, llegará allí dentro de unos dos millones de años.

Una suerte similar corrió su hermana gemela, la Pioneer XI. Lanzada el 5 de abril de 1973, esta sonda debía estudiar al otro gigante del Sistema Solar: Saturno.

No obstante, antes de alcanzar ese destino, pasó a sólo 41.000 km del polo sur de Júpiter. Así, no sólo confirmó los datos de la Pioneer X sino que, además, obtuvo fotografías novedosas de ese planeta y de sus satélites. Finalmente, en setiembre de 1979, la Pioneer XI llegó a Saturno con todo su instrumental funcionando.

En ese momento, hubo una fuerte discusión en la NASA acerca de la trayectoria que debía seguir la nave. La cuestión era si debía o no atravesar los anillos que rodean el planeta. Debido a que se estimaba un alto riesgo de colisión, se decidió que la nave atravesará el plano de los anillos que rodean a Saturno, a una distancia segura. Esto permitió determinar que están compuestos por trozos de hielo y rocas; también posibilitó descubrir la presencia de un quinto y sexto anillo, ambos muy tenues con respecto a los otros cuatro ya observados desde la Tierra.

Pero el hallazgo más significativo del paso de la nave por Saturno fue la revelación de la existencia de un undécimo satélite, hasta entonces desconocido.

Como su antecesora, la Pioneer XI aprovechó el impulso gravitatorio para continuar su viaje a las estrellas. Se esperaba que sus señales de radio cesaran en 1987. Sin embargo, recién en setiembre de 1995 la falta de energía la desconectó para siempre.

Se dirigía a la estrella Lambda, en la constelación del Águila, a donde se calcula que llegará en unos cuatro millones de años, si no la desvía la gravedad de algún cuerpo celeste o no la destruye un meteorito. Pero eso nunca lo sabremos.

La Gran Gira
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Si bien la tecnología de la década de 1960 nos había llevado a la Luna, pensar en aquella época en un viaje más allá de Marte se veía como una empresa imposible. Entre otras cosas, porque haría falta mucho más combustible para impulsar la nave y porque, al viajar a una distancia tan enorme del Sol, los paneles solares serían insuficientes como fuente de energía para el instrumental.

Pero la predicción de que en la década del 70 se produciría una alineación de los planetas exteriores (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno), que sólo se da cada 175 años, hizo reconsiderar la idea. Era una oportunidad única para aprovechar el impulso gravitatorio de esos gigantes del Sistema Solar para propulsar una nave y llevarla hacia esos puntos del cielo. Por ejemplo, el tiempo de vuelo a Neptuno podría reducirse de treinta años a solamente doce.

La trayectoria más eficiente desde el punto de vista energético no era la que pasaba por Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, sino por Júpiter, Saturno y Plutón (JSP) o por Júpiter, Urano y Neptuno (JUN). Para realizar la trayectoria JSP, la nave debía ser lanzada en 1976 ó 1977, y para efectuar la trayectoria JUN, en 1979.

La NASA propuso entonces varias misiones, denominadas genéricamente como Grand Tour. El plan consistía en lanzar cuatro sondas. Dos para cada trayectoria. Por recortes presupuestarios sufridos a comienzos de la década de 1970, el proyecto padeció numerosas idas y vueltas. Finalmente, se decidió que dos naves Pioneer –que iban a ser utilizadas para el exitoso programa que estudiaba el Sistema Solar interno– fueran transferidas desde la División de Ciencia Solar de la NASA, a la de Ciencia Planetaria.

Ambos aparatos fueron equipados con generadores de energía nuclear y lanzados con el nombre de Pioneer X y Pioneer XI, y sus objetivos científicos prioritarios consistían en determinar el peligro que entrañaban el paso por el cinturón de asteroides y los potentes cinturones de radiación que –se sospechaba– rodeaban a Júpiter. Nadie quería arriesgarse a enviar una sonda más compleja sin conocer previamente cuán riesgosas eran esas amenazas.

El éxito de ambas misiones permitió entonces planear los viajes de otras dos sondas un poco más sofisticadas, que sí aprovecharían el alineamiento planetario: las Voyager. Su misión original era visitar Júpiter, Saturno y sus lunas, y explorarlos mucho más acabadamente que sus antecesoras, las Pioneer.

Curiosamente, primero fue lanzada la Voyager II, el 20 de agosto de 1977 y, 16 días después, el 5 de setiembre, su hermana gemela: la Voyager I. No obstante, la trayectoria elegida para esta última –entre más de 10.000 estudiadas– le otorgó un impulso gravitatorio mayor y un recorrido más corto, que le permitió llegar a Júpiter en marzo de 1979 –cuatro meses antes que la Voyager II– y a Saturno en noviembre de 1980.

Sin embargo, gracias a la disposición de los planetas gigantes, la Voyager II no sólo pudo visitar Júpiter y luego Saturno (en 1981), sino también Urano (en 1986) y Neptuno (en 1989).

Además de enviar infinidad de datos sobre los campos magnéticos y las partículas que componen aquella zona del cosmos, las dos sondas mandaron numerosas fotografías de los planetas y sus satélites.

Diseñadas para funcionar durante cinco años, las Voyager siguen hoy –casi 40 años después de su lanzamiento– en contacto con la Tierra y poseen suficiente combustible y electricidad como para seguir operando hasta el año 2025.

“Actualmente se mantienen en operación los sistemas básicos. Hace rato que se suspendió el envío de imágenes con el fin de ahorrar energía y memoria”, informa Machado.

Las Voyager disponen de un sistema de almacenamiento de datos para su posterior transmisión a la Tierra consistente en una cinta digital con una capacidad de 68 kilobytes, el equivalente a la información que contiene este artículo que usted está leyendo. Es una memoria tan exigua –era lo que permitía la tecnología de la década del 70– que durante los encuentros planetarios la cinta debía grabar, rebobinar, reproducir y volver a rebobinar varias veces al día.

Como el procesamiento de imágenes usaba mucha memoria, los científicos que dirigen la misión decidieron borrar el software que controla la cámara y dejar espacio disponible para almacenar y transmitir datos sobre las partículas que componen los confines del Sistema Solar.

Se calcula que las Voyager tardarán unos 40.000 años en alcanzar las proximidades de la estrella más cercana.

Un paso al más allá

La Voyager I está en la delantera en la carrera hacia las estrellas. Hace pocos meses se confirmó que en agosto de 2012 la nave cruzó la “frontera” que marca el límite de los dominios del Sol. Una zona adonde ya no llega el viento solar y empieza el espacio interestelar.

“Es un hito histórico. No sóolo porque es la primera vez que un producto del ser humano sale del Sistema Solar, sino porque ese objeto está haciendo mediciones directas en aquel lugar y está confirmando las predicciones que se habían hecho aquí en la Tierra”, considera el doctor Sergio Dasso, profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA en los departamentos de Física y de Ciencias de la Atmósfera y los Océanos, e investigador del CONICET en el Instituto de Astronomía y Física del Espacio. “Además, los magnetómetros que están funcionando a bordo de la sonda, y sirven para medir el campo magnético, fueron diseñados por el doctor Mario Acuña, un ingeniero argentino que trabajó durante décadas en la NASA”, añade, con inocultable orgullo.

Tomó más de un año confirmar oficialmente el hecho. Se había producido una oscilación significativa en los datos que enviaba la nave. El aparato había detectado una disminución considerable de las partículas que viajan con el viento solar y un fuerte aumento de la cantidad de rayos cósmicos galácticos.

Pero aseverar que efectivamente la humanidad había dado ese paso trascendente requería de un análisis muy pormenorizado de la información que llegaba desde unos 19 mil millones de km de distancia, tras viajar durante unas 17 horas. “En estas condiciones es muy difícil distinguir la señal entre el ruido. Es como comprender palabras en medio de bocinazos”, ilustra Dasso.

Falta Plutón

Hasta ahora, la exploración del Sistema Solar omitió a Plutón. El objetivo es llegar pronto a ese planeta enano, porque está empezando a recorrer la parte de su órbita más alejada del Sol. Durante ese recorrido, que dura décadas, el planeta se enfría y oscurece cada vez más, lo que dificulta tomar imágenes y estudiar su atmósfera.

Por eso, en enero de 2006 se lanzó la sonda New Horizons cuya misión es examinar Plutón y su satélite más grande: Caronte. La nave ya atravesó la órbita de Neptuno y se espera que llegue a su destino en julio de 2015.

Aunque todavía la NASA no aprobó el proyecto, los científicos planean extender la misión para que la sonda visite algunos objetos del Cinturón de Kuiper, un conjunto de cuerpos helados de muchísima antigüedad –restos de cometas– que orbitan alrededor del Sol en los extremos del Sistema Solar.

Para después no hay planes. Pero la trayectoria de New Horizons está dirigida hacia el espacio interestelar.

Botellas al mar

En la década del 70, la expectativa de tomar contacto con una civilización extraterrestre era grande. Esto llevó a que el astrónomo Carl Sagan persuadiera a la NASA para que incluyera en cada una de las Pioneer una placa con un mensaje que informara, a quien la encontrase, cómo es el ser humano y en qué lugar del universo se encuentra la Tierra. Las chapas, que incluyen símbolos que –se supone– una cultura inteligente podría descifrar, se construyeron en aluminio recubierto con oro y hoy viajan en ambas naves.

También las Voyager llevan un mensaje. En este caso, un poco más sofisticado. Se trata de un disco de cobre enchapado en oro que contiene imágenes y sonidos de nuestro planeta, incluyendo saludos en diferentes idiomas.

Considerando que la probabilidad de que alguien encuentre alguna de estas naves es muy baja, la NASA no incluyó mensaje alguno en la New Horizons. No obstante, existe una iniciativa privada –la New Horizons message initiative– cuyo objetivo es convencer a la agencia norteamericana para que acepte grabar un mensaje interestelar en la memoria de la nave.

Mientras tanto, las cinco sondas transitan el espacio en direcciones diferentes. Cada una enfila a un punto distinto del cielo.

Quizás, dentro de unos pocos miles de millones de años, cuando la Tierra sea un rescoldo, encontremos a alguna de ellas orbitando un planeta habitable.