Nueva Anzures, Ciudada de méxico. Foto: Jaime Golombek
Fenómenos atmosféricos

¡Rayos y centellas!

En el verano de 2014, la caída de un rayo en un balneario de Villa Gesell, en la Costa Atlántica, causó la muerte de cuatro personas y alrededor de 20 heridos. Si bien ese tipo de tragedias no son habituales en el país, las tormentas eléctricas son un fenómeno muy común. Pero ¿cómo se generan los rayos? ¿Es posible la prevención?

19 Nov 2014 POR
Nueva Anzures, Ciudada de méxico. Foto: Jaime Golombek

Nueva Anzures, Ciudad de México. Foto: Jaime Golombek

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Despierta temor e impone respeto debido a su poder destructivo, pero también observarlo a la distancia entraña cierta belleza. Tal vez por estar asociado con el poder, ha sido el atributo con que se representaba a Zeus, dios del Olimpo en la mitología griega y que gobernaba a los demás dioses. Con el mismo atributo se representaba a Júpiter, su equivalente en la mitología romana. Se trata del rayo, ese fenómeno “caprichoso” que acompaña a las tormentas eléctricas, y puede destruir viviendas y matar a personas y animales. Si bien su furia puede ser encauzada por un pararrayos, ello no asegura una inmunidad absoluta.

Es sabido que el rayo no es otra cosa que una poderosa descarga de electricidad estática, electricidad que se genera por una gran de acumulación de cargas. Durante una tormenta, son las nubes las que acumulan cargas, pero ¿cómo lo hacen?

Las tormentas eléctricas se asocian a un tipo especial de nube de desarrollo vertical, el cúmulonimbus, que puede alcanzar los 15 kilómetros de altura. En ellas, los vientos verticales hacen que las pequeñas gotas de agua que se forman al condensarse la humedad alcancen regiones donde la temperatura es menor a cero grado centígrado, y de este modo esas gotas se convierten en partículas de hielo.

Los movimientos en el interior de la nube generan choques entre las partículas y así se produce una separación de cargas. Algunas partículas pierden electrones –quedan con carga positiva–, y otras los ganan, obteniendo carga negativa. Así, los millones y millones de gotas y partículas de hielo que chocan y acumulan carga convierten a la nube en un gran condensador o acumulador de carga.

“La electrificación de la nube está asociada con la fase hielo, es decir, se generan cargas cuando hay partículas de hielo dentro de la nube, y ello sucede en las nubes altas, con temperaturas inferiores a cero grado. En general son nubes de tormenta severa, que producen lluvia abundante, caída de granizo, descargas eléctricas y vientos fuertes”, afirma Eldo Ávila, doctor en física e investigador del CONICET en la Facultad de Matemática, Astronomía y Física (FAMAF) de la Universidad Nacional de Córdoba.

Los movimientos del aire hacen que las partículas más chicas asciendan y las más grandes (granizo) tiendan a quedarse en la zona baja de las nubes. En sucesivos ascensos y descensos, las partículas de hielo van aumentando de tamaño. Cuando la carga acumulada en ambas regiones es suficientemente grande, se comienzan a producir las descargas: primero, dentro de la nube, en forma de relámpagos. Se trata de rayos solo cuando parte de la carga puede bajar a la superficie. Dado que más del 90% de las nubes juntan carga negativa en la parte inferior, ello induce en el suelo una carga positiva.

“Cuando se acumula suficiente cantidad de carga, se crea un campo eléctrico muy alto en el aire, y se dan las condiciones para que parte de esa carga comience a descender”, explica Ávila. El campo eléctrico se hace cada vez más intenso a medida que aumenta la carga en la nube. De este modo, la capa aislante –que es el aire circundante–, “se rompe”, es decir, se ioniza: los iones positivos y negativos dentro de los átomos se separan mucho más que en la estructura atómica original. Así el aire pierde resistencia y permite que fluya la corriente en un intento de neutralizar la separación de cargas de signo opuesto.

Descenso en escalas

En ese momento el rayo comienza a descender en forma escalonada, haciendo una trayectoria en zigzag: baja unos metros, se frena como para “recobrar fuerzas”, vuelve a bajar y a frenarse, hasta que llega a unos 40 o 50 metros de la superficie. En ese momento establece contacto con las partículas de signo contrario que se acumularon en la superficie terrestre.

La corriente que “viaja” en el rayo es de unos 30 mil amperes. “No hay ninguna máquina construida por el hombre que pueda generar tanta carga en tan poco tiempo. También la temperatura que se genera en ese canal es altísima, similar a la que se produce en el Sol”, precisa Ávila. El sonido del trueno es la onda expansiva provocada por la descarga, que calienta el aire a muy altas temperaturas, que llegan a unos 30 mil grados centígrados.

Los elementos metálicos, especialmente los terminados en punta, facilitan que haya desprendimiento de cargas libres que salen al encuentro de las cargas negativas que bajan de la nube. Un árbol también puede comportarse como una punta, porque las cargas circulan por su interior debido a la humedad. En un lugar plano, sin construcciones altas ni árboles, una presencia humana puede operar como un canal de descarga del rayo. En este caso, las consecuencias pueden ser fatales, pues la elevada intensidad puede provocar un paro cardíaco o respiratorio por electrocución, y también quemaduras graves debido a la enorme cantidad de calor que el rayo disipa.

Si una persona se halla aislada en una zona expuesta a rayos y siente un hormigueo en la piel o que los cabellos se le electrizan, ello indica que un rayo está próximo a caerle encima. En ese caso, se aconseja que se arrodille y se doble hacia adelante, sin acostarse sobre el suelo ni poner las manos sobre el piso.

Atrapar el rayo

A mediados del siglo XVIII, el científico e inventor estadounidense Benjamin Franklin, luego de realizar numerosos experimentos con la electricidad, postuló que las tormentas constituyen un fenómeno eléctrico. El paso siguiente fue desarrollar un dispositivo que protegiera a las personas, como un “paraguas”, ante la caída de un rayo. Es por ello que el pararrayos típico, que se ve en cúpulas y edificios, es el que se conoce como “punta Franklin”, y consiste en un mástil metálico (acero o cobre, entre otros), con tres o cuatro pequeñas varillas a la manera de corona. Mediante un cable de cobre, la punta se une a una toma a tierra, que es una pieza metálica (una pica o jabalina) clavada en el suelo. En principio, un pararrayos protege una zona de forma cónica con el vértice en el cabezal, con un radio que varía según la altura del mástil, pero puede llegar a un máximo de 200 metros.

Una vez que recibe la descarga, el pararrayos la envía a tierra para minimizar los daños en los alrededores. Es decir, “atrapa” el rayo que se está acercando y conduce a tierra esa carga que se genera. Según las normativas, en la ciudad, deben contar con pararrayos todos los edificios de más de 60 metros de altura (unos veinte pisos) así como las torres de comunicaciones y los monumentos. En el campo, deberá contar con ese dispositivo toda construcción que esté aislada, por ejemplo, viviendas o galpones.

Si bien el pararrayos puede proteger, no conviene permanecer cerca del mástil, pues en el terreno que lo rodea es donde se produce la dispersión de la corriente y, por ende, en los pies se puede sentir una tensión, denominada tensión de paso. En el momento que cae el rayo, esa tensión de paso puede llegar a ser de algunos miles de voltios, lo que puede resultar mortífero. En cambio, si el rayo cae en el pararrayos ubicado en la terraza de un edificio, y uno se encuentra en su interior, debido a la misma estructura de la construcción, no va a sentir la corriente que se dispersa en tierra.

Rayos en la playa

En enero de 2014 la caída de un rayo en una playa de Villa Gesell provocó la muerte de cuatro personas y una veintena de heridos. Inmediatamente algunas voces reclamaron la instalación de pararrayos en las playas.

“No hay en el mundo antecedentes de balnearios con sistemas de protección contra el rayo”, señala el ingeniero José Luis Casais, del Centro de Física y Metrología del INTI. Y prosigue: “Si uno quisiera colocar un pararrayos en la playa, para que la tensión de paso no dañe a las personas, habría que construir una malla de puesta a tierra debajo de la arena, buscando la zona en que la arena se mantiene húmeda porque si está seca, no conduce la electricidad, es aislante. Esa malla tendría que rodear el mástil hasta unos 50 metros. Por otra parte, debido a la alta salinidad del suelo en la playa, esa malla, en el término de un año, resultaría carcomida por la corrosión. En consecuencia, todos los años habría que volver a montar la malla de puesta a tierra para que el pararrayos sea seguro”.

Otro tipo de protección contra los rayos sería colocar hilos de guarda, es lo que se hace en las líneas de alta tensión, según comenta Casais. “En la playa se podría construir una estructura de cables de guarda que funcione como un techo. Pero el problema es que, en algún punto, hay que derivar la corriente a tierra, y también sería necesario colocar un mallado”, advierte. Por eso, cuando uno está en la playa y ve que se acerca una tormenta eléctrica, el consejo es irse del lugar, del mismo modo en que uno se aleja si se produce un huracán.

El hecho de instalar un pararrayos no asegura que el rayo vaya a caer en él. “El rayo es caprichoso, y no necesariamente cae donde el hombre determina que caiga. Con los pararrayos se capta una gran cantidad de rayos, pero muchos caen fuera”, señala Casais, y recuerda el rayo que cayó en enero de 2014 sobre el Cristo Redentor, en Río de Janeiro, dañando uno de los dedos de una mano. “Ese monumento posee un sistema de protección contra descargas eléctricas, que consiste en pequeñas puntas Franklin montadas sobre los brazos del Cristo, con 30 centímetros de altura y entre 3 a 4 metros de distancia entre una y otra. Pero el rayo no cayó sobre esas puntas, sino sobre el extremo de uno de los dedos y lo dañó”, relata.

Mapeando rayos

Mediante un mapa de rayos se puede saber qué regiones se encuentran más afectadas por las descargas eléctricas. La forma tradicional de hacer ese mapa es que un observador, en una estación meteorológica, cuente los días en que escuchó o vio descargas eléctricas, y las anote. Con esos datos acumulados, uno puede saber en una región qué cantidad de días de tormenta tiene. Asimismo, con la información de varias estaciones meteorológicas se puede confeccionar un mapa ceráunico (del griego queraunós, que significa “rayo”) que indica la cantidad de días de tormenta eléctrica que hay en esa región, a través del tiempo.

El problema es que las estaciones meteorológicas que están aisladas, observan lo que pasa en un radio acotado, pero no hay forma de obtener información de las áreas intermedias entre dos estaciones. Lo que se hace es interpolar la información y se saca el promedio de ambas estaciones.

Sin embargo, en la actualidad, existen estaciones sensoras, que pueden registrar las descargas eléctricas que se producen en cualquier lugar, aunque sea inhóspito. Por triangulación, se puede saber que en tal lugar cayó un rayo, o se produjo una descarga a tal hora. “Con esa información se pueden hacer los mapas isoceráunicos con mayor precisión y más confiables”, asegura Ávila. Estos mapas presentan líneas que unen lugares con igual cantidad de días de tormenta.

De ese modo se puede conocer, por un lado, la actividad eléctrica en una región. Por otro lado, se puede registrar la cantidad de descargas que caen por kilómetro cuadrado por año. Con estos datos se puede hacer climatología. “Uno puede estudiar por ejemplo, lo que pasó desde hace diez años a esta parte, y determinar si una zona tiene mayores probabilidades que otra de recibir descargas eléctricas”, señala, y agrega: “También, si se cuenta con datos en tiempo real, se puede saber dónde están cayendo las descargas en un momento determinado y utilizar esa información para dar alertas, como forma de prevención”.

El rayo ya no es la manifestación de la ira de Zeus, es solo un fenómeno de descarga de electricidad estática. Pero, así como en la mitología no era posible controlar la ira de los dioses, tampoco podemos controlar del todo a la naturaleza. Por eso, si queremos estar lejos del alcance de los rayos, lo mejor es observarlos desde lejos, y bajo techo.

 

La regla de 30 y 30

¿Cómo saber si uno corre riesgo de ser alcanzado por un rayo? Dado que la diferencia entre la velocidad de la luz y la del sonido es de un millón de veces, si uno ve el relámpago y empieza a contar hasta treinta (con una cadencia de 1 segundo) y al llegar a 30 escucha el sonido, eso significa que se está a 10 kilómetros del lugar de caída del rayo; si bien se está lejos, la descarga podría alcanzarnos. Hay mayor riesgo si el sonido se escucha al llegar a 10, pues se está a 3 kilómetros. Y el riesgo es mucho mayor si el sonido se escucha al decir 1, pues el rayo está a solo 300 metros.

Para estar totalmente fuera de peligro hay que contar más de treinta, porque, en este caso, la tormenta se encuentra a más de 10 kilómetros de distancia. La regla dice que, si se hace el conteo y se está dentro de la zona de peligro, hay que buscar refugio durante 30 minutos, porque es el lapso que se recomienda esperar para volver a hacer el conteo y ver si uno sigue en la zona de peligro. Se supone que en 30 minutos la tormenta se atenúa, o deja de tener actividad eléctrica.

 

Volcanes y actividad eléctrica

Cuando se produce la erupción de un volcán, se pueden observar relámpagos en el cielo, aunque no haya nubes. El hecho es que se genera un proceso parecido a lo que sucede en las nubes de tormenta. “En una erupción se eyecta una gran cantidad de partículas de distinto tamaño y también hay vapor de agua. Cuando ese material alcanza grandes alturas, el vapor se condensa en forma de hielo y puede llegar a generar un ambiente parecido al que ocurre en una nube”, explica el doctor Eldo Ávila, y agrega que, según las teorías que circulan, el fenómeno podría deberse, por un lado, al choque de las mismas partículas eyectadas, que se van cargando; o al choque de las partículas de hielo que se forman a partir del vapor de agua. En un estudio de la actividad eléctrica del volcán Puyehue (que hizo erupción en 2011), Ávila, junto con la doctora María Gabriela Nicora, miembro del Instituto de Investigaciones Científicas y Técnicas para la Defensa (CITEDEF), mostraron que la actividad eléctrica es un buen indicador de actividad volcánica, y que puede emplearse para una detección temprana de erupciones.

 

Centellas y fuegos de San Telmo

Algunos rayos pueden tener la forma de una esfera luminosa, es lo que se conoce como rayo globular, o centella. A diferencia de la descarga breve del rayo común, la centella puede persistir en el aire. De todos modos, se trata de un fenómeno raro.

Un fenómeno parecido es el que se conoce como “fuegos de San Telmo”: es un resplandor brillante blanco-azulado, que en algunos casos tiene aspecto de fuego, y se produce en los mástiles de las embarcaciones durante las tormentas eléctricas. Era conocido por los marineros desde la antigüedad y se consideraba como un buen augurio. Cristóbal Colón se topó con el fuego de San Telmo durante su segundo viaje a América, y el hecho fue relatado por su hijo Hernando. También en el diario de Antonio Pigafetta, sobre su viaje con Hernando de Magallanes, se narra la aparición de ese fenómeno.