Ley de semillas

Germen de conflictos

El Poder Ejecutivo enviará al Congreso Nacional un proyecto para actualizar la ley de semillas, vigente desde 1973. El Secretario de Agricultura de la Nación anticipa aquí las líneas principales del articulado que está puliéndose en la Casa Rosada. Lo que está en juego es hacia qué modelo agrícola se dirige la Argentina. Opinan diversos actores involucrados.

31 Ago 2015 POR

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Como sus antecesores, Jesús Ramírez cultiva la tierra desde que tiene recuerdos. Las cinco hectáreas que heredó de sus ancestros le dieron de comer a la familia durante incontables generaciones. A lo largo de todos esos años que se pierden en la historia, los Ramírez se valieron del trueque para reunir actualmente unos pocos animales y, también, para diversificar sus cultivos. El secular intercambio de semillas con sus vecinos hoy les posibilita cosechar algunos cereales, legumbres, frutas y hortalizas.

Se estima que la agricultura se inició hace unos diez mil años y, desde entonces, las semillas se constituyeron en una fuente sustancial para la producción de alimentos. Durante esos milenios, el cruzamiento de ejemplares y la selección de plantas con nuevos atributos generaron una amplia diversidad de variedades vegetales que le permitieron a la humanidad sortear plagas y sequías, al mismo tiempo que se conseguía mejorar la productividad de los cultivos.

El siglo XX trajo consigo cambios trascendentales en la práctica agrícola. Con la promesa de erradicar el hambre del mundo, la llamada “revolución verde” de los años ‘60 incorporó el uso de maquinarias, sistemas de riego, fertilizantes y pesticidas para el cultivo de ciertas variedades de cereales seleccionadas por su alto rendimiento. La productividad se multiplicó significativamente, aunque exigió fuertes inversiones de capital y un manejo empresarial muy alejado del de la agricultura tradicional.

Paralelamente, se desarrollaban e introducían en el mundo agrícola los vegetales híbridos, cuyos atributos particulares resultan en rindes muy elevados. Esta innovación marca el inicio de un proceso de apropiación de la semilla por las empresas privadas. Porque ciertos híbridos –el maíz y el girasol son casos emblemáticos- producen semillas estériles o, si no, que no tienen los atributos genéticos que hacían valiosos a sus progenitores. Ahora, el grano cosechado no sirve para la siembra y el agricultor debe comprar las variedades híbridas de alto rendimiento en cada temporada. Así, comienza a desarrollarse un mercado de semillas con fuertes inversiones privadas.

No obstante, un grupo de cultivos (trigo, soja y arroz, entre los más importantes) no pudieron hibridarse de manera efectiva. Es decir, su descendencia mantiene las características de los progenitores y, por lo tanto, sus semillas pueden aprovecharse para la resiembra.

Pero, en los años ’90 y de la mano de la ingeniería genética, el panorama de la agricultura mundial vuelve a cambiar de manera contundente: se crean las plantas transgénicas. Es decir, vegetales a los que se les introducen genes que otorgan a los cultivos resistencia a ciertas plagas y capacidad de sobrevivir a los herbicidas que se utilizan para eliminar las malezas.

Con esta innovación tecnológica, se facilita notoriamente el manejo agrícola y, por ello, las semillas transgénicas son adoptadas rápidamente por los agricultores.

Esto resulta en que las empresas privadas avancen aun más en el proceso de apropiación de las semillas. Porque los transgenes se pueden incorporar a cualquier tipo de cultivo, tanto a los híbridos como a los que no lo son y, como se trata de genes que se pueden patentar, se pueden cobrar regalías por el uso de semillas que tengan incorporados los transgenes.

En definitiva, el desarrollo de la agricultura intensiva y la promoción casi exclusiva de algunas variedades de alto rendimiento concentraron paulatinamente la propiedad de las semillas en pocas manos y redujeron significativamente la heterogeneidad de los cultivos. Un informe elaborado en 2004 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señala que solo durante el siglo pasado se perdió el 75% de la diversidad agrícola.

“El que controla la semilla tiene la capacidad de incidir en la toda cadena de valor de la producción de alimentos y puede condicionar los resultados de cualquier política agrícola y alimentaria”, advierte Anabel Marin, investigadora del CONICET especializada en innovación.

Un grano incómodo

La ley de semillas hasta ahora vigente en la Argentina se promulgó en 1973. En lo relativo a la propiedad intelectual, la norma reconoce a quien obtiene una nueva variedad de semilla (el “obtentor”) el derecho exclusivo para su explotación comercial por un lapso determinado.

No obstante, según la misma ley, esa exclusividad tiene dos excepciones. Por un lado, el llamado “derecho al uso propio”, que autoriza al agricultor a resembrar las semillas obtenidas en cada cosecha sin tener que pedir autorización o pagar por ello al obtentor de la variedad sembrada.

Por otro lado, con el fin de facilitar la investigación y desarrollo de nuevas variedades, la ley establece la denominada “excepción del fitomejorador”, que permite a quienes se dedican al mejoramiento vegetal utilizar libremente cualquier variedad comercial -aun cuando le pertenezca a otro obtentor- como fuente de investigación para su propio programa de mejoramiento.

Ambas excepciones al derecho del obtentor consagradas en la ley argentina respetan el Convenio de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales celebrado en 1978 (UPOV 78), del cual nuestro país es signatario.

Con la irrupción de los transgénicos se alteró la calma reinante. Porque la propiedad intelectual de las construcciones genéticas no está regida por la ley de semillas, sino por la ley de patentes. Mediante esta última norma, quien incorpora un transgen a cualquier variedad vegetal puede impedir que el agricultor ejerza el derecho al uso propio, y que el mejorador utilice libremente un vegetal transgénico para sus investigaciones.

Es decir que, actualmente, en la Argentina se solapan dos sistemas de propiedad intelectual que ofrecen niveles desiguales de protección: la ley de semillas (para las mejoras efectuadas por cruzamiento), y la ley de patentes (para las innovaciones realizadas por ingeniería genética). La primera ampara a las empresas mejoradoras locales, en tanto que la segunda resguarda a la multinacional Monsanto.

En setiembre de 2013, Monsanto lanza comercialmente en la Argentina la soja transgénica “Intacta RR2 Pro”, resistente a herbicidas y a insectos, cuyo cultivo se expandió rápidamente por todo el país. Pero este fenómeno no se vio reflejado en los ingresos de la empresa por regalías, debido a que los productores resembraban parte de los granos cosechados (ejerciendo su derecho al uso propio) y, también, por la multiplicación y comercialización ilegal de semillas.

Por ello, a finales de 2014, la corporación implementó un contrato que, entre otras cosas, obliga a los agricultores a renunciar al derecho de uso propio, a permitir el ingreso a su campo a fiscalizadores designados por la empresa, y a vender su cosecha únicamente a exportadores y/o acopiadores autorizados por Monsanto.

Las tensiones generadas a partir de este hecho obligaron al gobierno nacional a reconocer el problema: “Hay una coexistencia de derechos de propiedad que genera un gris legal muy peligroso que hace necesaria la intervención del Estado, porque, si esto se judicializa, el país pierde”, declara Roberto Delgado, Secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, y anuncia: “En este momento, en la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia, hay un proyecto para modificar la ley de semillas. Se le están haciendo correcciones de forma para enviarlo al Congreso Nacional”.

Brote de discordia

“El núcleo de la discusión es si el agricultor puede hacer ‘copias’ de la propiedad inicialmente adquirida, todas las veces que quiera y en la cantidad que quiera”, considera Miguel Rapela, Director Ejecutivo de la Asociación Semilleros Argentinos (ASA), que –con 83 socios- aglutina a todas las empresas semilleras que operan en el país, tanto locales como multinacionales.

Rapela sostiene que “el derecho al uso propio en la Argentina es uno de los más amplios del mundo”, y opina: “Hay que limitarlo de alguna manera, porque, si no, para las empresas no hay negocio”.

Sin embargo, Marin denuncia una realidad diferente: “Los mejoradores locales crecieron mucho con la protección legal que existe actualmente. El negocio de ellos es crear continuamente variedades nuevas, más productivas, para que todos los años el agricultor elija comprar la nueva semilla en lugar de resembrar las que obtiene de su cosecha”.

La investigadora establece una diferencia entre los obtentores locales y Monsanto: “Los mejoradores argentinos tienen una infraestructura de creación y testeo de variedades muy importante. En cambio, Monsanto tiene los derechos sobre dos genes transgénicos. Y tengamos en cuenta que la soja tiene alrededor de 46.000 genes”.

Los estudios científicos efectuados hasta el momento indican que, si bien facilitan el manejo de los cultivos, los transgenes no mejoran el rendimiento de la cosecha.

“Si los genes de Monsanto no estuvieran integrados a las nuevas variedades de semillas más productivas que producen las empresas locales cada año, no tendrían ningún valor”, consigna Marin.

El desequilibrio existente entre los derechos de propiedad intelectual que otorgan las leyes de semillas y de patentes, sumado al control implementado por Monsanto a través de sus contratos, tiene consecuencias económicas: “Actualmente, la multinacional se esté apropiando del 66% del precio total de venta de cada bolsa de semillas”, revela Marin.

Representando al mismo tiempo los intereses de Monsanto y de los mejoradores locales, Rapela plantea, como alternativa para paliar ese desequilibrio, el concepto de “variedad esencialmente derivada”, introducido en la Convención de la UPOV del año 1991, que la Argentina no suscribió.

“Actualmente, si hago cualquier mínima modificación cosmética a una variedad que otro obtuvo con una gran inversión, estoy generando una nueva variedad y puedo registrarla como propia, cuando claramente es una variedad esencialmente derivada de la primera”, explica Rapela. “Con el concepto de variedad esencialmente derivada, se busca proteger al obtentor tradicional frente al avance de la ingeniería genética, que mediante una mutación puntual o la inserción de un gen puede incorporar pequeñas modificaciones de manera rápida y efectiva”, completa.

“Es una idea que restringe la excepción del fitomejorador y, por lo tanto, favorece la concentración de los derechos de propiedad intelectual en beneficio de los más poderosos”, apunta Marin, y especula: “Ante una probable disputa legal por la titularidad de una variedad, la historia de los fallos de la Corte Suprema de los Estados Unidos muestra que siempre ganan las grandes empresas multinacionales”.

El insuficiente control del Estado sobre la comercialización de semillas no solo posibilitó que Monsanto se atribuya el poder de policía, sino que facilitó el desarrollo de un mercado ilegal que, solo para la soja, se calcula que representa un 70% del total sembrado en el país.

Las quejas por esta realidad no vienen solamente de los mejoradores, que solo cobran derechos de propiedad intelectual por menos de un tercio de lo que se vende. También los productores agrícolas se reconocen perjudicados: “Si la semilla no está fiscalizada, no tenemos garantía de que incluya el mejoramiento tecnológico por el que estamos pagando, y eso recién podemos constatarlo después de la siembra”, explica Omar Barchetta, dirigente de la Federación Agraria Argentina, entidad que representa a pequeños y medianos agricultores de todo el país.

Barchetta es, actualmente, diputado nacional por el Partido Socialista de Santa Fe y, como tal, autor de un proyecto de ley de semillas presentado en 2012 pero que, hasta la fecha, no logró tratamiento parlamentario. “Nuestro proyecto busca, entre otras cosas, impedir contratos como el de Monsanto y otorgar al Instituto Nacional de Semillas (INASE) la normativa y la infraestructura necesarias para que ejerza adecuadamente su función de  fiscalización”, afirma.

“La ley de semillas actual brinda todas las herramientas necesarias para fiscalizar el comercio de semillas”, contradice Carlos Vicente, representante en América Latina de GRAIN, una organización no gubernamental internacional  que apoya a campesinos y a movimientos sociales en sus luchas por lograr sistemas alimentarios basados en la biodiversidad y controlados comunitariamente. “Si algo ya es ilegal, no hace falta otra ley para combatirlo. Hace falta decisión política”, considera. “La lucha contra el comercio ilegal es una excusa para avanzar aun más con los derechos de propiedad sobre la semilla”, concluye.

“La ley vigente está desactualizada. Ni siquiera incluye la palabra ‘biotecnología’. Hay que revisarla de la A a la Z”, juzga Rapela.

Retoño de acuerdo

A finales de 2012, coincidiendo –sospechosamente, para algunos- con el anuncio de Monsanto del inminente lanzamiento de su soja Intacta, el gobierno nacional anunció por primera vez su intención de modificar la ley de 1973. Desde entonces, la Secretaría de Agricultura ha celebrado incontables reuniones con diferentes actores del mercado de semillas.

“Finalmente, hemos alcanzado un consenso que está incorporado en el proyecto que enviaremos al Congreso”, informa Delgado, y precisa: “Son unos pocos artículos que no modificarán la ley vigente sino que agregan cuestiones que no estaban consideradas”.

Según Delgado, el consenso logrado establece que “todos los derechos de propiedad deberán estar incluidos en el precio de la semilla y solo podrán cobrarse en el momento en que se vende la bolsa”.

De esta manera, para el funcionario, “se seguirá respetando el derecho al uso propio, que está consagrado en la ley actual”.

Para asegurar el cobro de los derechos, Delgado promete “un férreo control de la semilla ilegal”, a través del INASE: “Los productores que hagan uso propio se van a anotar en un Registro en donde van a declarar cuál es el uso que hacen de la semilla. Así, nosotros vamos a saber quiénes adquirieron semilla fiscalizada y en qué cantidad, y qué destino le dieron”.

“El consenso se logró sin la participación de campesinos y agricultores familiares”, denuncia Vicente.

“Los dejamos fuera de la mesa de consenso porque no se van a ver afectados”, asegura Delgado.

Un punto relevante del articulado que está puliéndose en la Casa Rosada es la creación de un “fondo tecnológico”, mediante la imposición de un canon –que se cobrará por hectárea sembrada- a los productores considerados “grandes”.

“Lo llamamos ‘canon tecnológico’ -especifica Delgado- y lo pagarán quienes, por año, facturen más de tres veces el valor de la categoría máxima del monotributo” (NdR: hoy eso equivaldría a una facturación anual de $1.800.000).

Si bien admite que “todavía no está definido” cómo se distribuirá el fondo tecnológico, el funcionario aclara que ese dinero tiene el objetivo de “remunerar las inversiones que se hacen e incentivar el mejoramiento vegetal”. Según Delgado, “el fondo tiene que servir para estimular el desarrollo de nuevas variedades en horticultura, fruticultura, cultivos regionales, oleaginosas y cereales menores, y otras producciones en las que nadie tiene interés en invertir”.

Planteando como “un absurdo que existan derechos de propiedad intelectual sobre 10.000 años de libre intercambio”, Vicente sostiene que “es imposible la coexistencia de la agricultura familiar con el agronegocio“, e ironiza: “El canon tecnológico no va a frenar el avance de la soja”.

Por su parte, Marin propone abrir un debate sobre la iniciativa open source, de semillas de uso libre, que ya desarrolló 29 variedades de 14 cultivos: “Es un sistema colaborativo en el que la innovación está motorizada por la libre circulación de ideas y la coparticipación de muchos investigadores”, ilustra. “Es una lógica muy diferente a la de que la innovación tiene que estar sustentada en fuertes inversiones de unas pocas empresas”, comenta, y finaliza: “Es crucial que se ponga sobre la mesa, y se discuta, cuál es el modelo agrícola que se está favoreciendo, y reconocer claramente los costos y riesgos de la acción elegida y quién los va a pagar, si es posible pagarlos. Porque algunos efectos pueden ser irreversibles”.

Entretanto, en la chacra de los Ramírez transcurre una jornada más. Ajeno a la disputa de intereses que puede cambiar el futuro de los suyos, Jesús observa cómo sus dos hijos varones desmalezan el terreno que van a sembrar en los próximos días. Cada tanto, les da alguna indicación.