Química y arqueología

El pasado a la luz de la química

En las últimas décadas la ciencia ha realizado aportes significativos para entender las técnicas y los procesos de la composición artística. Pero ahora sus contribuciones se extienden a la arqueología y permiten conocer no sólo los materiales empleados en la fabricación y decoración de antiguas vasijas de cerámica, sino que también revelan lo que se cocinaba dentro de ellas.

19 Oct 2017 POR

Pintura mural de la Iglesia de Copacabana de Andamarca (Bolivia).

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El arte y la ciencia fueron considerados, durante mucho tiempo, como términos irreconciliables: el primero, asociado con la imaginación y la creatividad; el segundo, con la pura racionalidad. Sin embargo, se sabe que no hay ciencia sin creatividad e inspiración. Y hoy también resulta evidente que la ciencia puede aportar técnicas y métodos rigurosos, imprescindibles para la restauración y conservación de obras de arte. Pero, además, la química y la física hoy permiten explicar muchos fenómenos que, de otro modo, permanecerían ocultos o sin explicación, y echar luz sobre los objetos enterrados donde hace siglos floreció una cultura.

Ya en 1865, Luis Pasteur señalaba que los químicos y los físicos podían “ocupar un lugar junto al artista e iluminarlo con sus luces”. Años más tarde, el físico alemán Wilhelm Roentgen, al descubrir los rayos X, hacía la primera radiografía de un cuadro.

Hoy los principales museos del mundo cuentan con laboratorios equipados para analizar las obras, estudiando los materiales que las componen y las técnicas empleadas. En la actualidad, los rayos infrarrojos y los X atraviesan las capas de pintura en la tela y desentrañan las etapas de composición. En las piezas arqueológicas, la espectrometría de masa permite conocer la química no solo de los materiales, sino también de los residuos que, durante siglos, permanecieron adheridos a las paredes de las vasijas, y de este modo saber qué uso tuvieron esos recipientes.

En los laboratorios de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, desde hace unos veinte años, se vienen aplicando diversas técnicas analíticas tanto a obras de arte como a objetos de uso cotidiano o ceremonial del pasado. “Además del arte colonial, en los últimos años comenzamos a estudiar piezas arqueológicas del noroeste argentino, y se abrieron varias líneas de investigación con el fin de optimizar la extracción y análisis de las muestras”, afirma la doctora Marta Maier, investigadora del CONICET y profesora en el Departamento de Química Orgánica de Exactas-UBA.

Qué se cocinaba

¿Cómo se alimentaban los pueblos en el pasado? Hasta ahora, la única forma de saberlo era a partir de elementos hallados junto a los fogones, por ejemplo, semillas, marlos de maíz o vainas de algarrobo, así como restos óseos del consumo de animales. Pero esos materiales eran escasos y de difícil preservación.

Ahora, las técnicas de análisis químico permiten ir más allá mediante el estudio de los residuos que quedaron adheridos a las paredes de las vasijas. Las del noroeste argentino, de la etapa previa a la conquista, corresponden a culturas cuyas costumbres alimentarias dependían de los recursos disponibles, producto de la recolección y la caza, o del cultivo y la cría de animales.

“Analizamos los lípidos atrapados en los poros de la cerámica, que se preservan muy bien a través del tiempo: pueden sobrevivir cientos o miles de años, aun en casos en que el resto de los materiales orgánicos se degradan y se pierden”, explica Irene Lantos, doctora en antropología, que estudia las cerámicas de sitios arqueológicos de la provincia de Catamarca.

Y prosigue: “La ventaja de estas técnicas aplicadas a la arqueología es que permiten encontrar evidencias, incluso en situaciones en que los restos botánicos y zoológicos se han degradado por completo, y es muy difícil de reconocer las especies”.

Las grasas, al ser hidrofóbicas, no son lavadas por el agua. Con el tiempo, los materiales arqueológicos quedan expuestos a los factores de degradación, como la luz solar, la temperatura y la humedad. “Los lípidos adheridos a la cerámica pueden persistir a pesar de las lluvias u otros eventos”, señala Lantos, que integra el equipo liderado por Maier, y trabaja también junto con la doctora Norma Ratto y otros arqueólogos del Instituto de las Culturas (Idecu), del CONICET y la Facultad de Filosofía y Letras, UBA.

Por otro lado, el análisis de los isótopos de carbono en los aceites vegetales permite saber a qué planta corresponde cada uno, por ejemplo, si se trata de maíz, o de otros vegetales como porotos, algarroba, chañar, mistol, calabaza o zapallo. No obstante, dentro de una olla también puede haber una mezcla de grasa animal y aceite vegetal, así como almidones de maíz, de poroto y algarroba. Ello sugiere que allí se cocinó un guiso con diversos ingredientes, incluida la carne de rumiantes: llama, guanaco o vicuña.

Bebidas espirituosas

En algunos casos, las técnicas analíticas pueden contradecir el conocimiento previo. Tal es el caso de las bebidas que se colocaban en los aríbalos, unos botellones hallados en el noroeste argentino, que pertenecen a la época de la conquista inca, antes de la llegada de los españoles. Eran piezas muy llamativas, finamente decoradas, que se exhibían en las festividades como símbolo del poder incaico.

Según los primeros cronistas, en esos cántaros de boca ancha y cuello largo, se almacenaba chicha de maíz. Sin embargo, Lantos determinó que los aríbalos de Catamarca no contenían chicha de maíz, sino una bebida alcohólica de raigambre local: “aloja de algarroba, con un patrón de lípidos diferente al del maíz”.

Lo curioso es que los aríbalos representaban al conquistador inca en la región, pero la bebida era local. Ello podría deberse a que, ante una mala cosecha de maíz, era más fácil recolectar vainas de algarrobo.

Pero, también, “puede haber una razón simbólica, y ser indicio de la resistencia del pueblo conquistado, que introducía un componente propio dentro del ritual incaico”, sostiene Lantos, y destaca: “Esta conclusión solo es posible con los datos de la química”.

Existe la teoría de que las sociedades se fueron organizando en torno a un cultivo: en Medio Oriente fue el trigo; en Oriente, el arroz; y en América, el maíz. Y se suponía que los pueblos sometidos al imperio incaico habían intensificado su dependencia del maíz. “Los resultados dicen lo contrario: conservaron una variabilidad enorme en su alimentación, y siguieron recolectando algarroba, chañar y mistol, entre otros productos”.

En resumen, la química nos dice que esos pueblos nunca abandonaron la caza y la recolección, y mantuvieron una dieta diversa. Esta diversidad los protegía frente a un clima muy inestable, en una zona afectada por eventos volcánicos que podían convertir los valles en áreas inhabitables.

Rojo y negro

Los análisis de residuos químicos en vasijas permitieron investigar cómo se alimentaban los pueblos en el pasado.

Los métodos analíticos también arrojan luz sobre los materiales y la tecnología de fabricación de las cerámicas, por ejemplo, la alfarería del noroeste argentino, del período entre 200 antes de Cristo y el 400 de nuestra era. Son vasijas decoradas con motivos geométricos, principalmente en rojo y negro, del conjunto que se conoce como “estilo vaquerías”, un estilo polícromo del período Formativo del Noroeste Argentino (es la cerámica polícroma más antigua del NOA).

Mediante técnicas físico-químicas, como espectroscopía Raman, complementada con difracción y la fluorescencia de rayos X, se obtiene información sobre los materiales y los compuestos. “Analizamos las pastas cerámicas y los pigmentos que dan origen a los colores en las decoraciones. Por ejemplo los rojos son en general óxidos de hierro en fase hematita mientras que los negros pueden ser obtenidos a partir de óxidos de hierro en fase magnetita, óxidos mixtos de hierro-manganeso o carbón”, afirma Emilia Halac, doctora en física e investigadora en la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), que desde hace casi una década realiza trabajos conjuntos con arqueólogos y restauradores.

La presencia o ausencia de oxígeno en la cocción de la arcilla determina el tipo de óxido de hierro que se obtiene, y el color de la cerámica. “A veces se realizaba una doble cocción, una con, y otra sin oxígeno”, completa Halac. Cuando se cocinaba la arcilla al aire libre, se obtenía la hematita, un óxido de hierro de color rojo. En cambio, si se impedía la entrada de oxígeno, se obtenía la magnetita, de color negro. Además, según el color logrado, se puede obtener información acerca de la temperatura de la cocción.

Analizando los pigmentos y las tierras del sitio en que fueron encontradas las vasijas, es posible saber si eran autóctonas del lugar o si provenían de otra región. “En un caso, un conjunto de piezas de cerámica de distintos sitios mostraban la misma decoración, unas vírgulas o comas, en blanco”, recuerda Halac. El motivo decorativo era casi idéntico, pero los pigmentos eran distintos: blanco de hueso, calcita y óxido de titanio. Conclusión: las piezas se habían fabricado en diversos lugares.

Pigmentos naturales

El análisis químico hizo numerosos aportes al conocimiento del arte colonial. En algunos casos, como la virgen de Copacabana, en Bolivia, una escultura de madera policromada, se determinó que el pigmento verde utilizado era un mineral proveniente de yacimientos del norte de Chile.

Asimismo, se examinó la pintura mural en iglesias de adobe de la llamada Ruta de la plata, que va desde Potosí (Bolivia) hasta Arica (Perú). “Encontramos pigmentos a base de cobre, naturales de la zona, y lo interesante fue el análisis de los aglutinantes, que incluyen huevo y aceites vegetales, además del uso de una cola animal, probablemente como base de imprimación”, señala Maier, y remarca: “Es la primera vez que se obtiene información respecto de la técnica pictórica de estos murales”.

Según la investigadora, estos análisis ayudan a revalorizar las técnicas y los materiales empleados, pues confirman que no todo se importaba de Europa.

También se estudia el arte moderno, por ejemplo, la obra de Antonio Berni, el creador de la célebre serie de Juanito Laguna. El objetivo es analizar la técnica pictórica y los materiales empleados, con el fin de establecer protocolos de conservación.

Tradicionalmente, el arte empleaba materiales que duraban a través de los siglos. Hoy en día, se usan elementos de diverso origen, y se desconoce cómo se mantendrán con el tiempo.

Datos duros y registro histórico

Las técnicas analíticas contribuyen no solo al conocimiento de las obras sino a su conservación y restauración. “El historiador del arte y el restaurador, en función de su experiencia, tienen la capacidad para identificar diferentes aspectos de una pintura o una escultura. Ahora bien, si no dialogan con otras disciplinas, pueden caer en graves errores, por ejemplo, creer que están frente a una obra original cuando no lo es”, señala la historiadora del arte Gabriela Siracusano, investigadora del CONICET en la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF).

Y prosigue: “Asimismo, la fascinación por el estudio técnico puede llevar a errores, en los datos duros no está toda la verdad, lo más importante es la interacción entre las disciplinas, y saber qué pregunta se desea responder”.

En el estudio del arte, los datos técnicos se analizan a la luz de los estudios culturales. “Sin la información histórica no se pueden entender los datos”, señala Siracusano, que dirige, junto con Marta Maier, el Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura de la UNTREF.

Y relata una anécdota: en el análisis químico de una obra jesuítica, un componente había sido identificado como “aceite de coco”, un material no mencionado en las crónicas. “Me puse a estudiar diversas fuentes. Incluso pedí ayuda a especialistas en farmacopea jesuítica, y la conclusión fue que no podía ser aceite de coco”, relata Siracusano. Repitieron el análisis químico, y vieron que había un error: se trataba de otro componente.

Mientras hoy los científicos admiten que su trabajo no es ajeno a la inspiración y la creatividad, los estudios culturales requieren, cada vez más, de los aportes de la física y la química. Es que el diálogo entre arte y ciencia resulta beneficioso, pues no solo permite responder preguntas sino también, formular nuevos interrogantes.

 

En perspectiva

En 1987, un equipo de químicos, historiadores del arte y restauradores conformó el Taller Tarea, con apoyo de la Fundación Antorchas y la Academia Nacional de Bellas Artes. El propósito era restaurar y conservar pinturas del siglo XVII, dispersas en capillas del noroeste argentino. Lo dirigían la doctora Alicia Seldes, que fue profesora en Exactas-UBA (falleció en 2003) y el historiador del arte José Emilio Burucúa (ver Exactamente 27, 2003). Hoy, Tarea funciona en la Universidad Nacional de San Martín, y forma parte del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural.

Por su parte, Marta Maier, que formó parte del equipo de Seldes, desde hace más de veinte años lidera las investigaciones en arte y arqueología que se llevan a cabo en Exactas-UBA, en conjunto con la historiadora del arte Gabriela Siracusano.

Siracusano y Maier actualmente codirigen el Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura- MATERIA de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, que cuenta con un taller de conservación, un laboratorio y una materioteca, un banco de pigmentos y muestras obtenidas durante dos décadas de trabajo en pinturas, esculturas y piezas arqueológicas. “Esta colección es valiosa también a futuro, porque esas muestras podrán ser analizadas con las técnicas nuevas que vayan surgiendo”, destaca Siracusano.